Ha pasado una semana.
En este tiempo he vivido un caleidoscopio de estados emocionales.
Un día estoy tirada en la cama, llorando, repasando en mi cabeza todas nuestras conversaciones, todas las miradas, todos los “¿y si…?” y “¿qué tal si…?”.
Al día siguiente me levanto de repente, friego el suelo, envío correos al ayuntamiento pidiendo que arreglen las luces del patio, hago sopa y me digo que soy fuerte, que todo va a estar bien, que saldré adelante.
A veces me invade una seguridad tan fuerte que siento que podría abrir una escuela y patearle el trasero al mundo entero.
Y luego… paso frente al espejo, y esa fuerza desaparece.
No miro al espejo.
Lo evito, como si ahí hubiera algo aterrador. Como un fantasma. Como esa parte de mí que me traiciona.
No puedo mirarme. No ahora.
El baño es otro lugar peligroso en la casa.
Pero no porque haya llorado ahí. No por aquella noche en la que me tumbé en las baldosas frías.
Sino por otra cosa. Por ese objeto negro, frío, con números. La báscula.
No me subo en ella desde hace mucho.
Y hago bien.
Porque ya sé el número. Lo sé incluso sin mirarlo.
Me persigue en sueños.
+35 kg.
Suena como una sentencia, ¿no?
Pero no es solo que “engordé”. Cambié. Por dentro. Por fuera. En todo.
Hubo un tiempo en que seguía esos maratones para perder peso. Ya sabes, esos que te dicen “bebe agua y perderás cinco kilos”.
Lo intenté. Quería volver. Quería ser esa Masha otra vez.
Pero mi cuerpo… no me obedece. Es como si se vengara.
Empezaron los problemas con la tiroides.
Pastillas. Hormonas.
El azúcar por encima del límite — hola, prediabetes.
Alergias. Psoriasis. Todo por estrés.
Y lo peor — perdí la fe en que puedo ser diferente.
En mi mesita de noche ya no hay ni rímel, ni crema con brillo.
Ahora ahí están:
Y ya.
No hay más rituales de belleza.
No hay más “me maquillo y salgo a conquistar el mundo”.
Solo queda “me tomo esta pastilla y, con suerte, logro sobrevivir el día”.
Y ahora lo más importante: el armario.
El sagrado armario.
En él hay tres montones sagrados.
El primero — la ropa que me quedaba cuando pesaba 50 kg.
El segundo — la “motivacional”, cosas para cuando pesaba entre 60 y 70 kg.
El tercero — lo que me queda ahora. Y lo odio.
Natalia a veces me dice:
— Masha, ¿te acuerdas de ese suéter con brillo? Te quedaba genial.
Y yo me siento y pienso:
— ¿Y en qué montón está? ¿En el de cuando era “normal”? ¿O en el de cuando aún me amaba?
¿O tal vez en el de la ropa que nunca volveré a usar?
Hace tiempo que dejé de verme a mí misma.
A veces me encuentro pensando: ¿se fue por esto? ¿Por mi apariencia?
Y de inmediato me detengo:
— Basta. Esto me pasó con él. Es por su ausencia, su indiferencia, su “tú eres fuerte” que me convertí en esto.
Y sí, ahora hablo como esos estados de Facebook.
Ya sabes, esos de “una mujer es como una flor: florece con amor o se marchita con indiferencia”.
Pero es verdad.
Antes me reía de esas frases.
¿Y ahora? Yo misma soy una cita de Instagram.
— “Una mujer se cansó de ser fuerte”.
— “No estás rota, solo te reconstruyes”.
— “No pidas amor — o te lo dan, o te vas”.
Y eso hice yo. Me fui.
Pero, por ahora, solo del espejo.
No quiero perder peso. Eso es lo peor. No quiero.
Porque no quiero que vuelvan a acercarse. Que vuelvan a decir:
— Hola, guapa.
— ¿Te invito un café?
— Me recuerdas a alguien.
No. No quiero.
No me interesan los hombres. No me gustan. Ninguno.
Incluso si aparece un príncipe, le preguntaré:
— ¿Y dónde estabas cuando me estaba hundiendo?
Mis pensamientos a veces son tan afilados que me sorprenden a mí misma.
Un día fui suave, amable, lo perdonaba todo.
Y ahora tengo tantas espinas que hasta yo misma me asusto de dejar a alguien acercarse.
Y sí, sé que es solo una fase. Que esto es dolor. Que es protección. Que es búsqueda de uno mismo.
Pero ahora — es lo que es.
Estoy viva. Pero también estoy enojada.
A veces.
Y a veces — soy tierna.
Y a veces — histérica.
Y a veces — una mamá que hace varenyky, canta canciones a su hija y busca muebles para su escuela de baile.
Porque la vida no es solo blanco y negro.
Hoy me vi en la pantalla del teléfono cuando la cámara frontal se encendió por accidente.
Y mi primer pensamiento fue:
— Dios, ¿quién es esta persona?
Pero luego miré de nuevo.
Y vi los ojos. Los mismos. Verdes. Profundos. Tristes, pero fuertes.
Y me dije:
— Todavía estás ahí. En algún lugar.
Bajo todas esas capas. Bajo el cansancio, el dolor, las pastillas y las decepciones.
Y si sigues ahí — entonces, todo estará bien.
Este capítulo podría haber sido sobre el peso.
Pero es sobre algo más grande.
Sobre cómo nos perdemos a nosotras mismas — lentamente, sin darnos cuenta.
No en un día. Sino paso a paso.
Y sobre cómo, un día… empezamos a regresar.
Todavía me da miedo.
Todavía no quiero mirarme al espejo.
Pero ya, a veces, le echo una mirada de reojo.
Y pienso:
— Tal vez, algún día, diga: “Hola. Al fin has vuelto”.