Cuando te alejas, yo renazco

Capítulo 25. “No soy tu escala entre vuelos”

“Quizás estemos empezando, pero no bajo tus reglas”

Slávik llegó el viernes por la tarde. No en un autobús interurbano con asientos rotos y olor a empanadas baratas. Sino en su coche. Limpio, reluciente, con un ligero aroma a café que se esfumaba junto con su cálido “Hola” en el estacionamiento frente a mi casa.

Lo vi desde la ventana. Pero no salí corriendo. No abrí la puerta enseguida. Y, por supuesto, no me lancé a abrazarlo. En mi casa ya no vivían los impulsos. Aquí vivía yo — con mi hija, con mi padre, con responsabilidad sobre los hombros y con un código interno muy claro.

Él bajó del auto, se estiró, miró al cielo y me llamó.

— Ya llegué. ¿Tienes unos minutos?

Me miré en el espejo. Una sudadera vieja, el pelo recogido en una coleta, sin maquillaje. Y no quise cambiar nada.

— Hola. Sí. Ya bajo.

No fuimos a mi casa. Caminamos hasta una cafetería que abría hasta las ocho. Pedimos té con naranja y unas galletas que resultaron bastante malas. Pero ambos fingimos que eran “muy atmosféricas”.

— Sabes, — dijo él, — tus ojos están aún más atentos que antes. Como si leyeras no solo las palabras, sino también los subtextos.

— Tal vez sí, — respondí. — Ya no juego a las adivinanzas. Solo hechos.

— Hecho: estoy aquí. Quería venir. Y no espero nada. ¿Solo estar cerca es suficiente?

— No.

Él alzó la vista. Con calma. Sin ofenderse.

— No dejo entrar a las personas en mi vida así como así. Es la primera vez — después de todo — que estoy reconstruyendo. Y quiero hacerlo sin comprometerme conmigo misma.

— ¿Crees que soy una amenaza?

— No. Pero creo que tengo derecho a poner mis propias reglas. Porque este es — mi territorio.

— Justo, — asintió. — Me quedé en casa de la hermana de Marichka. No quería ponerte en una situación incómoda.

Asentí. Así que lo había recordado. Y no insistió.

Caminamos durante una hora. Hablamos de café, de la ciudad, del otoño.

No preguntó por Antón. No preguntó por Liza. No invadió mi espacio — y eso me gustó.

Al despedirnos, dijo:

— Si mañana llueve, igual te propondré vernos. Solo te avisaré. Pero decidirás tú.

Asentí. No prometí nada. No acepté. Solo volví a casa.

Porque no volvía simplemente a casa — volvía a mí misma.

En casa, Liza estaba dibujando. Papá dormía. El gato estaba sentado sobre la nevera y me miraba con expresión de viejo psicoanalista.

Me senté en el sofá, abrí la laptop — pero no trabajé. Solo miraba la pantalla. Y pensaba.

“Tal vez estos sí son los primeros pasos. Pero no a ritmo ajeno. Al mío. Tal vez ya no soy la de antes. Pero estoy aprendiendo a ser nueva. Y nadie — nadie — tiene derecho a apresurarme.”

Esa noche no fui yo quien escribió primero a Slávik.

Pero le agradecí el té. Solo una frase. Sin emojis. Sin corazones.

Y él respondió al minuto:

“Buenas noches. Me alegra haberte visto. Sin más. Solo — verte.”

Apagué el teléfono.

Y por primera vez en mucho tiempo no le di vueltas en la cabeza a “¿qué quiso decir con eso?”.

Porque ahora lo importante no es lo que él quiso. Sino lo que yo siento.

Y lo que yo permito.

“No soy parte de tu plan. Soy mi propio plan”

Al día siguiente llovía. Esa lluvia típica de septiembre, que huele a gris y a hojas mojadas. De esas que hacen que todos se escondan en casa, preparen té y busquen calcetines gruesos. Pero yo salí.

No porque tuviera una cita. Sino porque me había prometido a mí misma no esconderme más de la vida. Y si alguien aparecía en ella con la intención de caminar a mi lado — al menos le daría la oportunidad de dar un paso.

Nos encontramos junto al parque viejo. Él estaba bajo un paraguas, sosteniendo dos vasos de café. Uno era el mío: sin azúcar, con canela. Se acordó.

— Hola, — dijo en voz baja, como si temiera espantar el momento. — No esperaba, pero tenía esperanza.

— No prometí nada, — respondí. — Pero vine. Porque quise.

Caminamos por el sendero, hablando de películas, de café, de lo extraño que es cómo los adultos buscan cercanía. A veces por stories, a veces con “me gusta”, a veces con pausas demasiado largas entre mensajes.

— No busco algo temporal, — dijo de pronto.

— Y yo no me doy por partes, — contesté.

Y otra vez — silencio. Pero un silencio agradable. Porque se entendía.

— Sabes, — me miró, — creo que llevas mucho tiempo siendo fuerte. Pero ahora también eres honesta. Y eso es aún mejor que la fuerza.

— Aprendí a no esconder la verdad detrás de una sonrisa. Pero todavía estoy aprendiendo a no justificarme cuando estoy bien. Porque alguna vez estuve mal.

Asintió en silencio. Y otra vez no preguntó por Liza, por mi padre, por Antón. Solo caminaba a mi lado.

Al llegar a la esquina de mi casa, me detuve.

— De aquí no pasas.

— Lo sé.

— No dejo entrar a la gente en casa tan fácilmente.

— No tienes que hacerlo. No tengo prisa. Porque si tú eres un hogar — hay que llegar a él paso a paso. Sin correr, sin forzar, sin irrumpir.

Fue… sincero. Y correcto. Y un poco doloroso. Porque estaba acostumbrada a que o luchan por ti, o desaparecen. Y él — simplemente respetaba mis límites.

Le tendí la mano.

— Gracias por el café.

La tomó — con calidez, pero sin presión.

— ¿Nos vemos?

— Tal vez. Si no arruinas todo con esa pregunta.

Y ambos reímos.

En casa me quité el abrigo, limpié los zapatos y empecé a preparar la cena. Freí croquetas de trigo sarraceno, ayudé a Liza con la tarea, escuché a mi padre quejarse del clima.

La vida — seguía. Con sus sonidos, olores, momentos familiares. Pero en algún rincón del corazón ya brillaba una pequeña luz: le permití a alguien entrar en mi espacio. No en mi casa. No en mi familia. Pero — en el momento.

Y eso ya era más que una simple amistad.

Era — un comienzo.




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