Cuando te alejas, yo renazco

Capítulo 28. “No todas las cajas traen amor”

“Cuando el pasado decide volver sin avisar”

Encontré la caja antes incluso de preparar el café. Estaba justo frente a la puerta — pequeña, cuadrada, envuelta en papel blanco, sin firma, sin lazo. Y sin el más mínimo indicio del calor que debería traer una sorpresa. Me agaché, la recogí — era liviana, casi vacía, pero se sentía pesada. No físicamente. Emocionalmente.

— Liza, no salgas del cuarto — grité. — Ya voy.

En la cocina puse la caja sobre la mesa. La miré como si fuera una serpiente. Y no porque diera miedo. Sino porque algo dentro de mí susurró: “Esto no es de Slavik.”

Desenvolví el papel lentamente, como en las películas. Dentro había un papel kraft común. Y dentro de él — una carta. Una sola. Escrita a mano. Sin saludo, sin nombre. Solo el texto:

«¿De verdad pensás que ya sos libre?

¿Te olvidaste de quién te ayudó todos estos años?

¿Te olvidaste de a quién le debés tu techo, tu tranquilidad, incluso tu apellido?

No lo olvides. Todavía estoy acá. Y no me he ido.»

La leí tres veces. De principio a fin. Luego arrugué el papel, lo tiré a la basura y abrí la canilla al máximo. No para lavar nada. Sino para no oír cómo me latía el corazón en las sienes.

No era Slavik. No era un admirador anónimo.

Era Antón.

— ¿Qué fue eso? — preguntó Sveta cuando le conté.

— ¿Una amenaza? ¿Una manipulación? ¿Un recordatorio de que nunca seré “lo suficientemente libre”?

— ¿Y por qué justo ahora?

— Porque siente que está perdiendo el control. Siempre actúa así. Primero ignora, luego se hace la víctima, después presiona. Y ahora — chantaje emocional.

— ¿Y qué vas a hacer?

— ¿Qué puedo hacer? No puedo denunciar una carta. Pero sí puedo dejar de tener miedo.

Fui al cajón, saqué fósforos y quemé el papel en el fregadero. No para el drama. Para purificarme.

Y mientras veía cómo se consumían esas palabras envueltas en una falsa elegancia, dije en voz alta:

— Mi libertad ya no está en tus manos. Nunca más.

Después del almuerzo fui a ver a papá. Le llevé periódicos nuevos, jugo de manzana y… empanadas de papa.

— ¡Ah, empanadas! Como en la escuela. ¿Y mi compota? — preguntó en broma.

— La próxima. Esta vez — solo empanadas y buenas noticias.

— ¿Y cuáles serían?

— Ya no tengo miedo.

— ¿De quién?

— De él.

Papá asintió, sin preguntar nombres. Porque sabía.

Y luego dijo, en voz baja:

— El miedo es una cosa que vive en la cabeza. Pero cuando lo nombrás en voz alta — se encoge. Y cabe en un bolsillo. Y después… se pierde con las llaves viejas.

Al volver a casa, preparé té con menta, puse música sin letra y simplemente… respiré. Por primera vez en días — con calma. Sin buscar en el aire mensajes ocultos, insinuaciones o amenazas.

Y justo en ese momento, la pantalla del teléfono volvió a iluminarse.

Slavik.

«Hola. No quiero entrometerme. Pero siento que hoy te vendría bien un té y un poco de paz. Si no es así — decímelo. Si sí — puedo quedarme callado a tu lado, incluso a través de una pantalla.»

Miré el teléfono.

Sonreí.

Y por primera vez no respondí con una broma, sino con algo auténtico:

«Sí. Necesito paz. Pero, tal vez por primera vez en mi vida — no en soledad.»

Al día siguiente, en el patio, vi un auto conocido.

No era el de Slavik. Ni el de una amiga.

Y definitivamente no era un repartidor.

Entonces lo supe:

Antón no había vuelto con una carta.

Había vuelto — con una exigencia.

“No lo esperaba. Pero ya no le tengo miedo”

No lo esperaba. No porque me hubiera olvidado de él — sino porque no creía que se atreviera a aparecer así… como si nada. Sin aviso. Sin una llamada. Simplemente llegar, como si estos meses no hubieran existido. Como si el juicio, las cartas, el silencio — pudieran borrarse con olor a café y un “estaba de paso”.

— ¿Qué hacés acá? — pregunté al salir al patio.

Antón estaba junto a su auto, hurgando en la guantera como si buscara algo. Al verme, sonrió como si nada.

— Hola. Solo quería ver a Liza.

— Tenés tu día. Y tu horario. Pactado.

— Lo sé… pero pensé que tal vez estabas de buen humor.

— Estoy con agenda. Y con reglas.

Nos separaban unos tres metros. Yo — en pantalón deportivo y buzo, con el pelo recogido en un moño desprolijo y una mirada que ya no ardía ni de ira ni de amor. Solo… miraba. Lúcida.

— Masha, no seas tan dura. Solo quería…

— ¿Qué? ¿Ver si aún tengo miedo? ¿Ver si todavía tenés poder?

— ¿Hablás en serio?

— Muy en serio.

Él no se acercó. Y yo me agradecí por eso. Porque si daba un paso más, no sabía si lograría mantener la calma. Todo mi cuerpo se tensó, como si la memoria encendiera una alarma: esto es peligro. No es una visita. Es una invasión.

— Solo pensé… que podríamos hablar.

— ¿Hablar de qué? ¿De cómo presentaste una demanda a mis espaldas? ¿O de cómo mandás amenazas anónimas en cajas?

Su rostro se contrajo. Ahí estaba — la confirmación. No esperaba que lo dijera en voz alta. No sabía que yo ya no era la misma.

— Yo no…

— No hace falta. No voy a escuchar tus excusas. Hay abogados, hay tribunales. Ahí hablaremos.

Me di vuelta y volví a casa sin mirar atrás. Las manos me temblaban, pero mis pasos eran firmes. Por dentro ardía — pero por fuera estaba tranquila. Y eso… eso era lo que más lo enfurecía.

— Sos una heroína — dijo Sveta cuando le conté.

— No soy una heroína. Solo estoy cansada de callarme.

— ¿Y ahora qué vas a hacer?

— Voy a pedir turno con una psicóloga. Y voy a decirme gracias por ya no explicar lo obvio a quienes no lo merecen.

Esa noche me quedé sola en la escuela de danza. Las clases habían terminado. Todo estaba en silencio. Y por primera vez en mucho tiempo, no revisaba el teléfono buscando la vida de otros. Estaba en la mía.




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