“La verdad que no alcanza a asustar”
Sostenía el teléfono en la mano como si fuera una granada. Porque a veces unas pocas palabras pueden explotar igual de fuerte.
«Masha. Sé que Slávik no es solo un conocido. Pero tienes que saber la verdad. Sobre él. Y sobre lo que pasó antes…»
Número no guardado. La foto de perfil — una florecita. Como las de las abuelas. Volví a leer el mensaje. Sin un “hola”, sin explicación. Solo eso — como un disparo.
No respondí. Apagué la pantalla. Fui a la cocina. Encendí la tetera.
«No entres en pánico. No analices. No conviertas esto en un thriller», me dije. Pero en mi cabeza ya giraba una lista de preguntas.
Slávik era el único hombre en mucho tiempo con quien me sentía en paz. Con quien no me sentía atrapada. Y ahora… ¿esto?
Preparé un té de manzanilla. No porque creyera en sus propiedades mágicas, sino porque no quería nada amargo.
En mi cabeza ya se formaba un diálogo. Que, claro, no iba a tener. Pero en mi mente — ya lo estaba teniendo.
“Slávik, ¿me contaste todo? ¿O se te olvidó algo?”
“Masha, eso es una tontería. No lo creas.”
“No creo en palabras. Creo en actos.”
— Basta ya — dije en voz alta, tapando la taza.
Al mediodía fui al estudio. Era uno de esos días en los que hasta la chaqueta molestaba para respirar. Las hojas volaban como pensamientos — por todos lados y sin lógica.
En el estudio — caos. Alguien perdió el accesorio, otro olvidó el texto, otro derramó té sobre el vestuario.
— Mash, sin ti somos como sin Wi-Fi. Nada funciona — bromeó Svieta.
Sonreí. Sonreía. Porque tenía que hacerlo. Porque el trabajo salva cuando las emociones no tienen timonel.
Pero incluso en medio de ese ruido, el mensaje de la mañana no dejaba mi mente.
Por la tarde, decidí. Escribirle. No a quien envió el mensaje. A Slávik.
«¿Puedo preguntarte algo serio?»
«Siempre.»
«¿Eres realmente un hombre libre? ¿Y seguro que no estás jugando con dos historias a la vez?»
La respuesta no llegó de inmediato. Pero llegó.
«Masha, nunca he engañado a ninguna mujer con la que he estado. Y ahora no estoy con ninguna. Solo quiero estar cerca de ti. Pero no estaré si alguna vez te hago dudar. Si quieres, te explico todo. En persona.»
Leí eso y sentí: o es un genio de la mentira… o realmente es alguien que puede soportar mis miedos.
Le escribí:
«De acuerdo. Pero solo en persona. Sin cartas ni cajas.»
Después de eso caminé mucho por la ciudad. Sola. Sin auriculares. Sin rumbo. Solo me dejé llevar por donde me llevaban los pies.
Entré en una pequeña librería. Hacía calor. Olía a papel y a vainilla. Elegí un cuaderno. Sin saber por qué. Tal vez para pensamientos que ya no cabían en el teléfono.
— ¿Busca algo en especial? — preguntó la vendedora.
— Sí. Paz. Pero creo que ustedes no venden eso.
— Lamentablemente no. Pero tenemos libros muy buenos. Algunos salvan.
Compré un libro de historias de mujeres que huyeron — de hombres, de países, de sí mismas. Y pensé: “Yo también huía. Pero ahora… solo avanzo.”
Cuando volví a casa, Liza ya dormía. La besé en la frente, tomé un vaso de agua, me quité los pendientes y… vi otro mensaje. Del mismo número.
«Él una vez engañó a mi amiga. Y ella aún no se recupera. Solo tenlo en cuenta.»
No respondí. Solo lo borré.
Porque la verdad no son versiones ajenas. Es una elección: escuchar al miedo o confiar en el corazón.
A la mañana siguiente, encontré una nota en la puerta. Escrita a mano. Sin firma. Solo una frase:
«No sabes con quién estás tratando.»
“Cuando las voces desde las sombras se vuelven más fuertes”
Me quedé frente a la puerta, mirando el trozo de papel como si fuera un artefacto explosivo.
«No sabes con quién estás tratando.»
Letra ordenada, bolígrafo común. Sin firma. Sin explicación. Pero con efecto de bomba.
No grité. No la rompí. No la fotografié como prueba. Solo tomé la nota, la doblé por la mitad y la dejé en la repisa junto a las llaves.
Porque si de verdad no sé con quién estoy tratando — ahora lo voy a averiguar.
Durante el desayuno guardé silencio. Liza hablaba sobre la escuela, sobre un nuevo proyecto, sobre cómo quería dibujar árboles otoñales en una cartulina. Yo asentía, sonreía y untaba mantequilla en el pan como siguiendo un guion.
Pero en mi cabeza — solo una cosa: ¿quién fue?
No estaba en pánico. Estaba analizando.
Porque ya no era la Masha que se acurruca en una manta a llorar.
Ahora soy la que toma café y busca respuestas.
Después de dejar a Liza en la escuela, pasé por lo de Marusia.
— Mashka, tienes cara de que viste un fantasma — dijo ella en lugar de “buenos días”.
— Sí. Un fantasma del pasado. Pero con bolígrafo en mano.
Le mostré la nota.
— ¿Esto es una broma? — Marusia se levantó de la silla.
— Ojalá lo fuera. Pero no lo parece.
— ¿Crees que es alguien del pasado de Slávik?
— Creo que es alguien que quiere que empiece a dudar.
— ¿Y empezaste?
La miré.
— Aún no.
— Pues no empieces. He visto muchas historias. Y cuando el amor es verdadero — lo soporta todo. Incluso las tonterías ajenas.
En el estudio todo seguía igual. Svieta trajo nuevos volantes para el cartel. Los niños ensayaban una coreografía con una canción de “Odin v Kanoe”.
Y yo… me preparaba para una conversación.
— ¿Así que sí te vas a encontrar con él? — preguntó Svieta cuando nos quedamos solas.
— Sí. Quiero mirarlo a los ojos. Porque si hay mentira — la voy a ver.
— Solo no lo conviertas en una tragedia, ¿vale? Solo la verdad. Sin dramatismo.
Asentí. Aunque sabía que dentro de mí aún vivía una guionista de dramas.
Quedamos en vernos en el parque. Donde había mucha gente, muchas hojas… y mucho espacio.
Slávik esperaba junto a un banco. Sin flores. Sin cajas. Solo él. Con su chaqueta, su taza térmica en la mano y una mirada cansada, pero sincera.