Lunes 12 de Agosto, 1991
—¿Estás demente? Ir con la policía es lo peor que puedes hacer —La advertencia de Flavio dejó pensando a Paolo. Sin embargo, su decisión ya había sido tomada.
Ese día salió de su casa muy temprano, llevando a Angella con él. Poco después dejó a su hermanita en la casa de Letizia como un favor que se sumó a los muchos que ya le debía. A él le apenaba dar tantas molestias a la familia de su novia, pero no tenía a nadie más y no podía ir con Angella por las calles, arrastrándola a la vagabundez que se había vuelto su vida. La madre de su novia era de lo más amable, aceptaba tener a Angella en su hogar, la alimentaba y si él llegaba para la cena, siempre le ofrecía un buen plato de comida caliente. En cambio, el desagrado de su esposo hacia él era tan notorio como el sol de cada mañana. Era fácil suponer que conocía la relación que tenía con su hija así que no podía culparlo y por eso prefería verse con Letizia lejos de su casa. Ya era suficiente con que recibieran a Angella por tantas horas como para encima pretender que le hicieran buena cara a él. Por su parte, él pasaba la mayor parte del día con Flavio, acompañándolo en la esquina donde solía atender a sus clientes habituales. Mientras su amigo se dedicaba a lo suyo, él se distraía leyendo algún comic, uno de sus pasatiempos favoritos en otro tiempo y el único que podía darse el lujo de conservar en ese momento.
Así transcurrían sus días, no obstante, esa mañana era diferente. Nada podía sacarle de la cabeza la discusión que había sostenido con Stephano la noche anterior. Desde que lo conoció, presintió que era un hombre ruin y no se había equivocado. Para su mala suerte, incluso sabiéndolo, no alcanzó a imaginar que fuera capaz de pretender que una niña como Angella se prestara como objeto de diversión de uno de sus socios. Stephano le había dicho por lo claro lo que pensaba hacer con su hermana para luego advertirle que, si intentaba evitarlo, no tendría ningún inconveniente en mandarlo a la tumba. Sabía de sobra que era capaz de cumplir su amenaza, ya lo había hecho con su madre y sin mancharse las manos, y si lo hacía, Angella quedaría a merced de la perversidad con la que la miraba el cómplice de Stephano. Tenía dieciséis años y para él era más fácil imaginar lo que ese desgraciado haría con su hermana de tener la oportunidad. Angella en cambio era una niña sin malicia alguna, tan delgada y baja de estatura que incluso representaba menos edad de la que tenía. Él no comprendía como podía un hombre atreverse a mirarla con esos ojos. Solo pensarlo le causaba repulsión y lo preocupaba cómo haría para protegerla. Enfrentarse a Stephano era impensable teniendo todo para perder, así que su única esperanza era acudir con la policía pese a las objeciones de Flavio.
Esa día decidió que denunciaría a Stephano pasara lo que pasara, era la única forma de salvaguardar a Angella. Conocía de sobra la manera en que funcionaba el negocio de Stephano, había dedicado semanas enteras a observarlo. Los viernes, sábados y domingos eran los días en que solía utilizar la casa de sus padres para proveer a clientes exigentes de sustancias más adictivas y de precios más elevados. Pero vender nunca fue su verdadero negocio, Stephano era más bien como una de esas conexiones entre mundos que no se tocan pero que sin embargo dependen uno del otro. Los lunes acudían a él todos los traficantes de poca monta como Flavio, segregados sociales que tenían el permiso para comerciar de las grandes mafias que controlaban el negocio y que no podían negar su forma de vida porque parecían llevarla tatuada en la frente. Stephano recolectaba ese dinero para luego dárselo al encargado del siguiente nivel. Los martes eran los días que más temía pues era cuando acudía ese hombre que no le quitaba los ojos de encima a Angella. A Stephano lo visitaban también hombres elegantes, jefes de la mafia que iban tan bien vestidos y hablaban tan propiamente que aparentaban una decencia de la que carecían sus actos. Ese hombre era uno de ellos. Paolo no tenía ni idea de los asuntos que Stephano sostenía con él, pero sabía que tenía poco tiempo para evitar que la próxima vez que fuera, le pusiera las manos encima a su hermana. Repasó una vez más la rutina de Stephano, el dinero que le entregaban el lunes, él no lo pagaba hasta el jueves. Por algún motivo se quedaba con él un tiempo y Paolo incluso había podido averiguar dónde lo guardaba, aunque en ese momento eso no le importaba. Lo único que tenía en mente era llegar a la estación de policía y contarles todo lo que sabía.
Flavio decidió no acompañarlo a lo que él catalogaba como la mayor estupidez cometida, así que Paolo se encaminó solo hacia su destino. Al entrar miró nerviosamente a uno y otro lado por varios minutos hasta que un oficial se detuvo frente a él para cuestionarle el motivo de su presencia. Él se lo dijo confiando en que aquel hombre sabría cómo ayudarlo. Se reservó el asunto de Angella pero habló de las ventas ilícitas de Stephano y del lugar dónde se encontraba el centro de sus negocios turbios, que no era otro que su propia casa. Estaba tan nervioso que titubeó varias veces y tardó en recordar el nombre completo de Stephano. El oficial lo miró con una severidad que acrecentó sus nervios y sus ganas de salir corriendo, apenas logró mantenerse firme hasta el final. Cuando terminó lo que tenía que decir, el uniformado le indicó que tomara asiento en una pequeña habitación a la que lo hizo ingresar. Ahí no había más que una mesa y dos sillas sumamente incómodas, una a cada lado de la mesa. Las paredes eran blancas, el techo bajo y la luz del foco en el centro eran tan radiante que lastimaba los ojos. Paolo se sentó en una de las sillas con las manos entrelazadas bajo la mesa y la mirada baja. Estaba asustado y con la respiración agitada, temía que lo fueran a tomar como cómplice de Stephano o que no le creyeran una palabra. Después de media hora, la puerta se abrió con un largo ruido de bisagras sin aceitar. Levantó la vista para comprobar que el hombre que acababa de llegar no era el mismo que lo había llevado ahí. El recién llegado iba vestido de civil y se sentó frente a él fulminándolo con la mirada. Era un hombre de unos treinta y tantos en buena forma, moreno, de mandíbula ancha y aspecto tosco que remataba en una expresión que atemorizaba.