Miércoles 6 de noviembre, 2013
Apenas despidió a Minerva, Victoro se dejó caer sobre el sillón giratorio frente a su escritorio. La mexicana realmente le agradaba, pero no podía permitir que su sentir personal afectara su juicio, aunque en cierta forma lo hizo al dejarla ir; su deber era detenerla e interrogarla, pero los años lo habían vuelto blando o de eso se acusó una vez que razonó sobre su actuar. También pensó en lo que le había dicho más detenidamente; varios detalles del relato de la mujer llamaron su atención así que se dirigió a la oficina de Gino Fontana, su amigo y colega. Si alguien conocía el caso de Stephano Privitelli ese era Gino pues fue él quien se encargó de la investigación. Stephano era un eslabón importante para la mafia; cuando murió, los ánimos se alborotaron y un baño de sangre entre pandillas de traficantes y grandes líderes perturbó la paz durante los meses que le siguieron a su asesinato. También recordaba algunos rumores sobre Gino que estuvieron circulando entonces; muchos policías estaban convencidos de que él estaba involucrado más allá de ser el investigador a cargo. Pero nadie lo pudo comprobar y él nunca lo creyó, después de todo treinta años antes Gino había recibido una bala por él en medio de un enfrentamiento con un grupo criminal y lo creía un buen elemento, además de estarle sumamente agradecido; aun así, tenía sus reservas cuando decidió contarle que Lombardo estaba de vuelta. Antes de decírselo, Victoro necesitaba aclarar algunas dudas con él y para eso fue a buscarlo.
Para su sorpresa, no lo encontró en su oficina.
—¿Dónde está Fontana? —le dijo a uno de los oficiales.
—¿No lo vio, sargento? Se fue rumbo a su lugar y desde entonces no ha vuelto
Un mal presentimiento lo atravesó y sin pensarlo, salió de la estación a paso veloz. Pese a que Minerva había salido apenas unos minutos antes, no alcanzó a verla; acto seguido, llamó al móvil de Gino sin obtener respuesta.
—¡Maldición! —masculló y fue de vuelta a su escritorio.
Sin perder tiempo, tomó el papel en el que la mujer había anotado el hotel donde podía encontrar a Lombardo y salió para allá.
El traslado fue corto y al dar la vuelta en la última esquina antes de llegar al hotel, Victoro notó a un hombre con actitud sospechosa; lucía nervioso y fuera de lugar, pensó inmediatamente en Paolo Lombardo y en que la edad del desconocido coincidía con la que tendría en ese momento. Una corazonada lo hizo seguir en su vehículo al taxi que abordó el hombre. Para su mala suerte, un accidente al salir de la ciudad causó una confusión y sin un motivo aparente para realizar una persecución, le fue imposible seguir de cerca al taxi entre los autos detenidos y los que estaban avanzando. El caos provocó que lo perdiera de vista; no obstante, logró reconocer y hacer el alto al taxista cuando iba de regreso a la ciudad. Lo interrogó y este le dijo donde había dejado al pasajero. Le fue fácil encontrar el camino de tierra que se internaba en el descampado que el taxista describió. Los años le enseñaron que la precaución era la mejor arma así que estacionó su vehículo en la carretera y caminó por el sendero; apenas avanzó unos pasos cuando escuchó un alboroto y luego un disparo, fue entonces que supo que tenía que correr.
Pronto llegó para encontrarse con la escena que no hubiera querido: Gino amenazaba al hombre del hotel con su arma pese a que estaba esposado, herido y sangraba profusamente. La mexicana también se encontraba ahí, lloraba abrazada al desconocido de cuya identidad ya no tenía duda; definitivamente era Lombardo y Gino el corrupto policía que todos decían.
—¡Gino! —vociferó y de inmediato logró captar la atención de los tres; aunque Fontana no bajó su arma y siguió apuntando con ella a Luca.
Minerva pensó como antes que Victoro había acudido ahí para apoyar a su compañero y que seguramente estaba tan inmiscuido con la mafia como él; su llanto se volvió más desconsolado. Luca estaba pálido y al borde de la inconsciencia; ella temía por su vida y sabía que esos dos hombres podían acabarlos en cualquier momento.
—Victoro, me da gusto verte. Estos dos me estaban causando problemas —saludó Fontana, provocando un escalofrío en Minerva.
—¿Un hombre herido y esposado, y una mujer desarmada?
Fontana clavó sus ojos en Victoro, reconociendo la duda hacia él en la inflexión de su voz. Además, pese a que no tenía su arma en las manos, podía ver que tenía la intención de actuar de ser necesario.
—Este hombre es Paolo Lombardo, tú sabes que existe una orden de aprehensión en su contra por el asesinato de Stephano Privitelli.
—Lo sé y estoy seguro de que la enfrentará a su debido tiempo, pero por ahora, te pido que bajes tu arma —finalizó y confirmando las sospechas de su compañero, sacó el arma de la funda que llevaba en el costado y le apuntó con ella.
—¿Qué estás haciendo, Victoro? ¿Desconfías de mí? —le recriminó.
—No quisiera hacerlo, Gino, pero tú mismo debes aceptar que esto no luce bien.
Fontana rio amargamente; él que había sido la pesadilla de rufianes y policías por igual, estaba tan solo en ese momento que ni siquiera logró encontrar un cómplice que pudiera deshacerse del problema que significaba la presencia de Victoro. La idea de acabar con Lombardo y su mujer se volvió más tentadora cuando la rabia de saberse descubierto le explotó en el pecho; conocía bien a Victoro, no se prestaría a ser su aliado y lo último que él quería era enfrentar las consecuencias de sus actos. Le dedicó a su compañero una mirada disgustada y Victoro adivinó en sus ojos centellantes que no se rendiría.