Cuando yo te amé

1.1

Micaela

—Ya no siento nada por ti. Vete, Micaela.

Aquellas palabras no me duelen. ¿Cómo van a hacerlo si no las creo? Que él no me ame es tan absurdo como la idea de que los muertos regresen del más allá una vez incinerados.

A medida que pasan los segundos, el pecho me escuece. Sí, duele. Duele porque Caelum no hace nada para desmentirlo, para decirme que es una broma. Tiene que ser una broma de cumpleaños; él siempre hace bromas en mi cumpleaños. Aunque jamás ha hecho nada tan pesado como esto.

—Buena... broma —respondo con voz temblorosa.

Me acerco a él con paso seguro, pero él retrocede. Aun así, me doy cuenta de que su olor está entremezclado con otro.

—Cariño, ¿no regresarás? —pregunta una voz femenina desde su habitación.

Ahora la que retrocede soy yo, ahogando un grito. Caelum me observa impasible, incluso hastiado. Una cabeza rubia asoma por la puerta y me dedica una sonrisa.

—¿Quién es, cariño?

Antes de que pueda abrir la boca para gritar, él habla.

—Nadie importante, regresa. Ahora voy.

Mi pecho se desinfla. No sé si son los pulmones o el corazón, pero esto duele mucho. Duele más que el día que tuve que decirle adiós a mi padre para siempre. Duele más que esa espantosa caída en la que creí que perdería la pierna. Él siempre había estado ahí durante esos dolores, pero ahora me los causa él.

¿Por qué dejó de amarme tan repentinamente? ¿En qué pude haberme equivocado?

—Caelum, no, no hiciste eso —digo temblando—. Tú no…

—Vete —me dice, sus ojos azules fulminándome y lanzándome llamaradas de odio que incrementan mi dolor—. No tienes nada que hacer aquí.

—Yo te necesito —susurro, pero él no me escucha.

—He dicho que te largues —repite—. Vete y no vuelvas.

—¡Al menos quiero una explicación! —le grito con la poca fuerza que tengo—. ¿Por qué? ¿Por qué me echas de tu vida? Yo te amo, tú me amas, yo…

La rubia sale de la habitación envuelta en una toalla. Al igual que él, está desnuda, aunque él lleva puesto un pantalón a medio poner. Ahora todo está claro y comprendo por qué él estaba raro en los últimos días, por qué no me besaba como antes y por qué me miraba diferente. Ilusamente pensé que era el estrés de la universidad; ahora entiendo que fue por otra persona.

—No, no te amo. No tienes nada que hacer aquí.

Algo dentro de mí desea acercarse, rogar, escarbar en busca de una respuesta. Sin embargo, el dolor es tan fuerte y me ahoga tanto que doy media vuelta y bajo corriendo las escaleras. En la salida, me topo con mi suegra, quien me pregunta preocupada qué me sucede, pero no le hago caso.

—¡Micaela! —grita cuando esquivo un auto por puro milagro.

«Ni siquiera la vida quiere concederme una muerte rápida», pienso mientras corro sin rumbo fijo, sin poder parar de llorar.

Finalmente, mis piernas fallan cuando llego a un parque cercano. Mis manos se raspan al aterrizar sobre la tierra y las pequeñas rocas que hay bajo el césped, un lugar en el que he vivido momentos inolvidables con él, donde nos dimos nuestros primeros besos y soñamos juntos tener un hijo, uno que en este momento sospecho que tengo en el vientre.

—¡No! ¡No! ¡No! —vocifero, golpeando una y otra vez el suelo—. No, no, no, por favor, no, no.

No paro de gritar hasta que me quedo sin fuerzas y me dan náuseas. No puedo respirar y tengo la garganta cerrada, que lucha por expulsar el contenido de mi estómago. Si él no me ama más, no tiene sentido vivir ni averiguar si mis sospechas son ciertas.

Ese día, la Micaela que siempre fui, murió para siempre.




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