Cuando yo te amé

7.1

Micaela

Puede que ya tenga todo para no tener que mover un dedo y darme el lujo de que alguien recoja a mis hijos de la escuela, pero nunca lo he permitido. Me encanta recogerlos y escuchar sus aventuras en la escuela, que no siempre son sobre fútbol. Sin embargo, esta vez me preocupa lo que me cuentan.

—Vamos al parque de diversiones mañana —dice Mason.

—¿Quieren ir en serio?

—Vamos al parque de diversiones mañana —repite Cassiel—. ¡Ya quiero ir!

—Bien —murmuro.

Sigo conduciendo. La palabra «no» quiere escapar de mis labios. No me considero una madre sobreprotectora, pero la idea de que el grupo de mis hijos asista a un parque de diversiones no me gusta para nada. Todavía son demasiado pequeños, y mi mayor temor desde que nacieron es que algo malo les ocurra o que se pierdan. No he podido dormir bien desde que la profesora anunció esa visita.

Al llegar a casa, la cual vamos a dejar de habitar dentro de unos días porque acabamos de comprar otra más grande, mi madre me ve la cara.

—Hija, tienes que relajarte —me dice a modo de saludo, para luego pasar de mí y derretirse de amor con sus nietos.

—¡Abuelita! —gritan ellos.

Mamá se pone en cuclillas y los alza en sus brazos. Las dos vamos al gimnasio varias veces por semana, pero ella es la más fuerte de las dos, capaz de cargar muchas cosas, incluyendo a mis hijos, que son más altos y pesados que el promedio.

—Ustedes, muchachos, necesitan un baño con urgencia. ¿Estuvieron jugando fútbol de nuevo en el recreo?

—Sí —admite Cassiel, soltando una adorable risita.

—Mis pequeños, van a ser grandes deportistas, pero ahora son pequeños y tienen que obedecer. ¡A la ducha!

—¡No! —protesta Cassiel.

—Yo sí quiero bañarme —dice Mason, que siempre ha sido un poco más tranquilo y ordenado que su hermano.

—Vamos ahora —intervengo.

—Hija, creo que será mejor que me encargue de eso hoy —dice mamá—. Tienes una llamada del señor Crow.

—Puede esperar —respondo, aunque no puedo evitar sonreír.

Se supone que yo jamás tendría que salir con nadie que surta a mis restaurantes, mucho menos con el dueño de esas compañías, pero con Logan me he dado una oportunidad después de fracasar con otros que, por alguna razón, dejaron de hablarme cuando quedamos para tener sexo.

Tengo claro desde hace mucho tiempo que no me casaré hasta que mis hijos crezcan, o tal vez nunca, ya que soy feliz siendo soltera. Pero sí echo de menos acostarme con alguien. Los juguetes ya no son suficientes.

—Anda, ve, cariño. No lo dejes esperando.

—Bien, mis amores. Ahora iré a ayudarlos a vestirse.

Mis pequeños corren hacia la habitación, y yo me siento en el sofá, ya envuelto en plástico para la mudanza.

—¿Sí? —contesto.

—Señorita Finnley —saluda con voz muy formal, a diferencia de las veces anteriores.

—¿Logan? —digo en voz baja—. Nadie escucha, ¿puedes…?

—No podremos vernos —me corta.

Aprieto los dientes. ¿Pasará lo mismo de nuevo?

—¿Prefieres otro día? Puedo…

—No. He regresado con mi esposa.

—Espera, ¿estás casado? —pregunto indignada.

No me explica más y me cuelga, dando fin a lo que sea que estuviera sucediendo entre nosotros. Me río irónicamente, negando con la cabeza. No es que este tipo me guste especialmente, pero esperaba que, al ser de una posición económica mayor que la mía, no se acobardara de salir con una mujer exitosa e independiente. El cuento de que ha regresado con su ex no me lo creo; él no tenía pareja.

—Jodidos hombres —mascullo, pensando en el padre de mis hijos, que sé que debe ser el culpable de esto.

Al principio quise creer que era imposible; pero después de que Iris me contara todo, sumé dos y dos, y llegué a la conclusión de que, de algún modo, Caelum se las arregla para que yo no pueda tener nada con otros hombres. Mientras él es feliz con su esposa e hija, a mí me arruina cualquier intento de rehacer mi vida personal.

Pero no me importa. Yo sé que algún día lo conseguiré. Mientras tanto, sigo esforzándome por ser la mejor madre y la mejor mujer que puedo ser. Ni él ni ningún otro hombre me derrumbará. La compra de la casa, las asociaciones con importantes empresas y todas las sucursales que hemos abierto en la ciudad son prueba de ello.

—Yo me encargo, ya terminó la llamada —le digo a mamá cuando entro en la habitación.

—¿Qué? ¿Y no era que iban a verse para «negociar» —pregunta extrañada.

—No, parece que encontró a otra persona para eso —le explico con una sonrisa irónica.

Por la cara de enfado que pone mi madre, sé que lo ha entendido.

Aquel día libre lo pasé increíble con mis hermosos pequeños, quienes terminaron convenciéndome de firmar el permiso y enviarlo por correo a su profesora. Sigo sin estar segura de dejarlos ir. Una angustia asfixiante se apodera de mí durante la noche y, en medio de esta, tengo que ir a la cocina por un vaso de leche.




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