Cuando yo te amé

7.2

El amor intenso que sentía por su adorada Micaela, junto con el miedo tan profundo que había escuchado en ella ese día en la cafetería, le impulsó a acudir a aquel parque de diversiones para cuidar de esos hermosos pequeños, a los cuales deseaba estrechar entre sus brazos. ¿Lo lograría alguna vez? ¿Dejaría de ser tan cobarde y se enfrentaría a ellos ahora que todos estaban logrando cosas grandiosas en sus vidas? Sí, llegó a la conclusión de que tenía que hacerlo, pero cada vez que lo piensa le falta el aire y comienza a temblar al imaginar la reacción de la mujer que ama y en la que no ha dejado de pensar ni un solo segundo. Sabe que lo ahorcará, como él la quiso ahorcar cuando le dijeron esas mentiras sobre ella. Claro, ahorcar en sentido figurado y en una cama, donde ella no pudiera moverse, y él pudiera dejarle claro que nunca la dejó por querer, sino porque las horribles circunstancias lo obligaron. No, ni siquiera las circunstancias lo obligaron; fueron las mentiras, los fraudes, las infamias y las barreras físicas que le impusieron.

Tan solo tuvo que haberlos seguido; las cosas no debieron ser así, pero erró. Por quitarse los lentes por órdenes de aquel policía, aquel pequeño lo reconoció. Ahora lleva un rato caminando rápidamente para que él no pueda encontrarlo ni seguirlo. Sin embargo, termina escuchando que el niño lo llama a gritos.

«No, no puede ser, no», piensa desesperado, tratando de acelerar el paso. Sin embargo, el niño, por alguna razón, logra ponérsele enfrente. Él se detiene, mirando a su alrededor. No hay rastro del grupo en el que venía ni de su hermano mellizo.

—¡Eres tú! —exclama Mason, asombrado, con una tierna sonrisa que le derrite el corazón, endurecido por tantos años lejos del amor verdadero.

Incapaz de dejarlo a su suerte y de decirle que se confunde, se pone en cuclillas.

—Sí, mi amor, soy yo. Ahora debemos ir a buscar a un policía.

—No, no. —El niño niega con la cabeza—. Cassiel, vamos con Cassiel. Búscalo.

—Está bien.

Mason, mirándolo como si fuera algo increíble, se acerca a abrazarlo. Él ya no puede contener las lágrimas y lo estrecha contra su cuerpo, ese que daría entero por proteger a su familia. Aunque todavía no obtiene todo cuanto desea, en ese instante se siente como si rozara el cielo con las manos, saboreando un poco de la felicidad que le fue arrebatada.

Al otro lado del parque de diversiones, en la entrada, una madre desesperada y presa del pánico grita órdenes con la voz más grave que puede. No sabe cómo ha logrado llegar tan rápido, ni siquiera recuerda el camino, pero no le importa. Lo único que tiene en mente es tomar en brazos a su hijo, que no está perdido, y encontrar al que le falta, sin el cual tampoco puede vivir.

Por momentos, parece vulnerable y se le quiebra la voz, aunque no deja de asustar a los niños que hay a su alrededor y a las docentes encargadas del cuidado del grupo.

—¡Quiero a mi hijo ya! —grita encolerizada, alzando a Cassiel en brazos—. ¡Les juro que les pesará si no encuentran a mi hijo!

—Cálmese, señorita Finnley —le pide la profesora, quien tiembla ligeramente—. Lo vamos a…

—A mí no me pida que me calme. Mason tiene que aparecer, o si no…

De pronto, todos se callan al escuchar una voz femenina que anuncia el nombre del pequeño Mason Finnley.

—¡Mi hijo! —jadea Micaela, sintiendo que un gran peso se le quita de encima, pero también la corroe la necesidad de tenerlo entre sus brazos.

En ese momento, confirma una vez más que sus hijos son toda su vida. Que tal vez pudo sobrevivir al desamor de un hombre, pero que sin esos pedacitos de ella no podría seguir existiendo.

—Señora, puede dejar al niño aquí; regresaremos a la escuela —dice la profesora.

Micaela la asesina con la mirada, aferrándose más a su asustado hijo.

—¿Cree que le voy a dejar a mi hijo después de lo que pasó? ¡Váyase a la mierda!

—Mami dijo una mala palabra —se ríe Cassiel.

Sin pensar en lo inapropiado de sus palabras, echa a correr. No sabe dónde demonios está la oficina, pero pregunta frenéticamente a cada persona y guardia que ve hasta que encuentra a una mujer que la ayuda. Mientras corre, aprieta con fuerza a Cassiel, temiendo perderlo.

—Mami, le dije a Mason que no se fuera —le dice su hijo con voz rota—. Perdón, no lo cuidé bien.

—No es tu culpa, mi amor —le responde, apenas prestando atención, pero con el corazón encogido al escucharlo culparse.

Se detiene frente a una pequeña caseta, cerca de uno de los juegos mecánicos. Un policía le informa que su hijo está adentro, junto al hombre que lo encontró. Micaela agradece al policía y entra apresuradamente.

—¡Mason, mi vida! —exclama, poniéndose de rodillas.

Mason corre hacia ella. Micaela, al tener a sus dos hijos en brazos, se quiebra, dejando salir en cada lágrima aquellos momentos de horror que vivió al pensar que pudo perder a su hijo. El pecho le arde y apenas puede decir algo; tan solo es capaz de besar desesperadamente a ambos pequeños, que si bien no disfrutan del exceso de arrumacos, esta vez los necesitan.




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