Micaela
Ya han pasado al menos dos horas desde que nos fuimos de aquel parque y vinimos a esta pequeña cafetería que cuenta con juegos para niños, pero sigo sin poder dejar de tocarle el rostro, de besarle las manos y abrazarme a él. Papá hace lo mismo conmigo y no para de decirme lo hermosa que soy y lo mucho que ama a mis hijos sin siquiera conocerlos.
—No sabes cuánto te necesitaba, papi —le digo, volviendo a llorar—. Sigo sin creer que estés vivo, que estés aquí. ¿Dónde estuviste todo este tiempo?
Papá observa por encima del hombro para que mis niños no lo escuchen.
—¿De verdad no lo sabes, Micaela? —inquiere nervioso.
—No, todo este tiempo pensé que estabas dentro de esa maldita urna que le entregaron a mamá.
Él aprieta la mandíbula, un gesto por el cual siempre lo regañaba mamá porque creía que se rompería los dientes.
—Malnacidos, ahora todo me cuadra.
—Papá…
—Estuve preso, hija —me confiesa, dejándome helada—. ¿Recuerdas el derrumbe del edificio que diseñé? Sé que eras pequeña, pero tu madre debió decirte algo.
—Sí, papá, sé que la obra se derrumbó y mató a todos los trabajadores porque los estafaron con los materiales, y estos eran de pésima calidad. O esa es la información que obtuve de los medios.
—Pues no fue así, no del todo —contesta, apretándome más fuerte la mano que me sostiene—. Descubrí que el suelo del terreno no era lo suficientemente sólido, así como también recortes en el presupuesto destinado a los cimientos. Lo peor fue que también usó mi nombre y mi firma para adquirir esos materiales de bajo costo.
—¿Qué?
—Ese día no fui a la obra, sino que confronté directamente a mi jefe. De no haber sido así, posiblemente habría muerto el día del derrumbe.
—Dios mío, esto no puede ser —respondo horrorizada—. ¿Y qué te dijo…?
—Fui yo quien habló, lo amenacé, Micaela. En ese momento no lo pensé, simplemente mis valores me cegaron. Era padre de una hermosa niña y esposo de la mejor mujer del mundo. ¿Cómo las vería a los ojos si me convertía en cómplice de un delito tan grave?
—¿Él te metió preso?
—Sí. Sabía que eso podía llegar a suceder, así que le fue demasiado sencillo hacer que me metieran preso; tenía mi nombre muy bien metido en su juego.
—¿Y por qué nosotras no supimos eso? Habríamos…
—Pensé que lo sabían; confié en que Clio movería cielo y tierra para encontrarme, para darme su apoyo en ese momento tan difícil, pero nunca llegó.
—Papá, ella no lo supo. ¿Crees que tu jefe habría vivido si no hubiera sido así?
—Lo sé, ahora lo sé, pero en su momento me dijeron que ella no movería un dedo por mí, que no quería volverme a ver por ser un vil asesino.
—¿Y de verdad te creíste eso? —pregunto incrédula, sintiendo una punzada de decepción en el pecho—. ¿Dudaste de mamá?
—En ese momento de desesperación, sí, hija, dudé, pero lo entendí. Ella tenía que cuidarte; todo estaba en mi contra. No niego que sufrí y que sigo sufriendo por todo lo que pasó, ya que nunca habría hecho algo así. Nunca las habría dejado a su suerte, ni siquiera muerto.
—Pero…
—Todos dudamos alguna vez, y yo me permití dudar porque estabas tú de por medio. De lo que nunca dudé fue de que Clio te dijera algo malo de mí, y ahora veo que no fue así.
—Mamá siempre te ha amado, papá. Eso no lo dudes.
—Ni yo a ella, pero tengo miedo. Si no me morí esa vez, creo que ahora sí.
—Eso sí que no lo puedo discutir—. Me echo a reír, aunque sigo llorando—. Te cortará la cabeza.
—Sí, eso hará.
Los dos nos quedamos sumidos en un largo silencio, pero en el que seguimos sonriéndonos emocionados. Estoy furiosa por todo lo que mi padre tuvo que pasar, aunque al mismo tiempo estoy agradecida con la vida por poder tenerlo de regreso.
—Necesito ver a Clio y explicarle todo —dice él de pronto.
—Primero dime cómo te liberaron. ¿Cumpliste una condena? ¿Qué pasó?
—El hijo de mi jefe fue a liberarme. En su lecho de muerte, el señor Philips admitió todo. Su hijo, que es un buen hombre, arregló todo para reabrir el caso y que me liberaran. No se pudo encarcelar a su padre, pero al menos conseguí mi libertad.
—No me puedo resignar. Alguien debería pagar por esto —digo indignada—. Con respecto a ese hombre, me gustaría agradecerle. Sé que tenía la obligación de ayudarte, pero no cualquiera lo haría.
—No te preocupes, que ya lo hice yo. Además, a Caelum no creo que le agrade que hagas eso, por más que ese tipo esté casado… Por cierto, ¿por qué no lo he visto? ¿Está de viaje?
Suelto una risita. Si esto me lo hubiese dicho durante mi embarazo, posiblemente habría entrado en una crisis nerviosa; pero ahora que lo tengo bien superado, es hilarante.
—Sí, está en Europa —respondo—. Supongo que feliz con su esposa e hija.
El rostro de mi padre refleja la más absoluta consternación.