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Augusto almorzaba en compañía de su madre, una mujer cincuentona de ojos vivaces y mente especulativa, cuando su padre llegó. Este era un hombre voluminoso, bonachón por naturaleza, que vivía solamente para reír y comer. Pero, cosa inusual, en aquel momento parecía sombrío, además de pálido.
-Como tardabas tanto en venir, y nos moríamos de hambre -le decía su esposa, confundiendo su gesto sombrío con un ficticio mal humor-, hemos decidido no esperarte.
El hombre no dio muestras de haber escuchado. Le temblaban las piernas y se entretenía murmurando palabras ininteligibles.
-¿Eloy?... ¡Eloy! -le llamó ella, confundida más que preocupada, empezando a imaginar posibles contusiones cerebrales-. ¿Estás borracho?
La ocurrente pregunta sacó a Eloy de su ensimismamiento. Se acercó al comedor, aún tembloroso, puso su sombrero encima de una silla, y, con mucho cuidado, extrajo de un bolsillo dos hermosas esmeraldas, que lanzaron destellos cautivadores.
-¡Dios santo! -se escandalizó su mujer. Augusto no podía creerlo.
-Un sujeto me las dio mientras iba al trabajo -explicaba Eloy-…, diciéndome, de una forma horripilante: ‹‹Para mantener su boca bien cerrada››.
-¡Oh, Santa María!
-¿Qué querría decir con eso? -se preguntó Eloy por enésima vez durante aquella jornada.
-¿Cómo esperas que lo sepamos, hombre ingrato? -amonestó ella.
-¿Ingrato yo, Consuelo?
-¡Ingrato, granuja, torcido, corrupto!… ¡Vaya un pésimo mentiroso! Se involucra en mafias, falsifica, roba, etcétera., y ahora se hace el ángel inocente. ¿De dónde más, si no producto del crimen, has podido apropiarte de esas piedras brillantes?
Finalizado su intenso monólogo, Consuelo comenzó a llorar con una aflicción terrible y descontrolada. Esposo e hijo intercambiaron miradas embarazosas, eran simplemente incapaces de consolarla. Creyeron que su silencio ayudaría.
-Mis sospechas se han confirmado -continuó Consuelo, recuperándose un poco-. Te conozco, Eloy, desde un mes atrás actúas muy extraño, pareces otra persona.
Silencio.
-¿No lo discutes?
Absoluto mutismo.
-Perfecto -concluyó-. ¡Augusto!... Escúchame atentamente…, vas a coger una de estas piedras y se la llevarás al sacerdote. Cuéntaselo todo. Él vendrá, estoy segura.
Augusto no desaprovechó ni un segundo y se marchó, dejando a su madre sentada en actitud melancólica, en tanto su padre, aún turbado, la veía con el mismo ardor pasional que en su juventud, tímido como añorante.
-Es correcto, señor. Una joven… ¡Sí, Zenaida! ¿La ha visto usted?
-Muchas veces.
-¡Me refiero a hoy, señor!... ¿No? Se lo agradezco.
Amadeus siguió su camino preso de una amarga desazón, sin Zenaida, la única hija de Lucas, el caso se estancaría, eso lo sabía bastante bien. Un joven se acercaba agachando la cabeza, manifestaba enorme prisa.
‹‹Tendrán más o menos la misma edad, irán a la misma escuela...››
-Muchacho, ¿sabe usted dónde puedo hallar a una chica llamada Zenaida?
Augusto no se detuvo, atravesaba un momento de sólida absortividad.
-¡Eh, respóndame! -reclamó ofendido Amadeus, agarrando, con un súbito movimiento, el brazo de Augusto. El agarrón fue tan imprevisto y desmesurado que el joven cayó al suelo, saliéndosele del bolsillo la centelleante esmeralda.
El inspector quedó mudo de asombro, no menos por la extraordinaria piedra que por su propia brusquedad. Rápidamente, las ágiles manos de Augusto la ocultaron, pero era tarde.
-¡Una esmeralda! -exclamó Amadeus, todavía incrédulo.
Augusto aprovechó el pequeño instante de confusión para iniciar la huida.
-¡Alto! -ordenó Amadeus.
‹‹¡Un ladrón!›› pensaba Augusto, aumentando la velocidad. ‹‹¿Cómo la habrá mirado? La traía perfectamente escondida. ¡Esos tipos son muy astutos!››