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-Gracias, amigo. Su intervención ha sido providencial -felicitaba Amadeus Maury a un auxiliar de policía tan alto como su orgullo-. ¡Este muchacho era inalcanzable! ¡Cuánta resistencia!
La persecución le había arrebatado las fuerzas, haciéndole resollar a grado soberbio. Ningún cansancio era superior en elegancia, creía el inesperado ayudante.
-¡Cierto es!... Los pillos, señor inspector -apostilló ruborizado el auxiliar, extasiado por hablar con su ídolo-, son serpientes.
-¿Serpientes?
-Así es…, si uno las tiene agarradas y se distrae, huyen o lo pican al segundo.
-Entiendo -dijo Amadeus, a quien la comparación se le antojó ridícula.
-Créame, señor inspector -continuó-, que aquellas aparentemente más inofensivas son las más venenosas. ¡A las pruebas me remito! -finalizó, apretando y sacudiendo el brazo por el que sujetaba a Augusto.
Hubo una breve pausa. Augusto se desvaneció.
-¡Juventud cobarde! -exclamó el auxiliar, muy irritado. Amadeus lo convenció de no soltar al joven inconsciente; a duras penas había logrado cumplir este bondadoso deseo.
Recostaron al desmayado sobre un escaparate, le levantaron los pies, y esperaron. En un parpadeo, les rodeaba una multitud de curiosos.
‹‹Si algo le falta -pensaba Amadeus, analizando el rostro de Augusto-, es maldad. Pero entonces, ¿por qué lleva esa esmeralda? Un momento, ¡la esmeralda!››
Con meticulosidad de lince, la buscó entre el ropaje de Augusto, después en sus manos, y, por último, en su boca. No había rastro de ella.
-¿Señor inspector?
Amadeus observó salvajemente los rostros agrios y ebúrneos que chismeaban. Un asco insuperable hacia la apariencia humana se adueñó de él. Algunas veces —tanto más excepcionales como naturales— le era imposible no desvariar; se perdía ante emociones que su mente calculadora no descifraba, pues, siendo humano, también era susceptible a lo inexplicable de nuestro ser.
-¡Uno de ustedes, rufianes, la ha robado!
Nadie objetó nada o se escandalizó, incluso cien mil insultos no tendrían validez si un loco los pronunciaba. En cambio, solamente observaban al desfallecido indagando en él irrefutables signos de muerte. Una señora pareció reconocer a Augusto, puso rostro preocupado y se marchó.
-¡Hablen! -mandó Amadeus.
-¿Un nuevo robo? -se asombró el auxiliar.
-¡Y en mis narices! -remachó el inspector, pateando sobre un desafortunado excremento-... ¡Desembuchen!
Una vez lo oyeron, dos hombres altísimos se burlaron de él a viva voz. Destacaban por sus heterogéneas complexiones: robusto y tuerto el primero; delgado y huesudo el segundo. Quizá el lector los haya reconocido, puesto que se trataba de Héctor y Pascual.
-Oiga, oficial -dijo Héctor, riendo aún-, ¿lleva a este al manicomio? Es muy gracioso, déjelo aquí y conviértalo en payaso, ¡talento le sobra!
-¡Insolente! -prorrumpió el auxiliar. Semejante injuria le hirió tanto como al propio aludido.
-Tranquilidad, compañero -pidió Amadeus Maury, reprimiendo intensos anhelos de golpear al tuerto gigante. El idéntico y previo aborrecimiento hacia la fealdad humana le hizo recuperar totalmente su sangre fría.
‹‹¡Mirad!... Dos criminales veteranos››, se dijo.
El repentino cambio de actitud desconcertó no poco al auxiliar, que lo atribuyó a las ilustres peculiaridades de los detectives novelescos. Se sintió muy alborozado cuando Amadeus le llamó ‹‹compañero››, tal tratamiento le cegaba.
-¡Ah! ¿Conque ahora el chiflado da consejos a su vigilante? -se asombró Héctor-. ¡Y yo con ganas de convertirlo en payaso!
Todos los mirones apoyaron esta grosería con carcajadas malsonantes, hasta un miope hubiera visto sin desmedido esfuerzo el negro interior de sus bocas. Una vez más, venciendo sus impulsos belicosos, Amadeus impidió que su compañero cometiera la estupidez de atacar a Héctor. Avanzó decididamente, sus ojos destellaban una genialidad difícil de describir.
-Enorme cicatriz -juzgó, encarándose con Héctor-, piernas torcidas, ropas holgadas, heridas en los nudillos, dientes cariados. En fin, un trauma severo… Un hombre desde la infancia atormentado por su tortedad, torpe de nacimiento, alguien que jamás ha recibido un insulto, pues su fealdad intimida, que a menudo, ebrio de repugnancia hacia sí mismo, se maltrata las manos golpeando las paredes, que ha abandonado cualquier amorosa posibilidad y por ello descuida su apariencia. Un miserable infeliz que ha encontrado su único consuelo en el vil oficio de dañar… Un individuo, en realidad, bastante necesitado… ¡Desenmascararlo me inspira la mayor lástima cognoscible!
Tamaña réplica los dejó anonadados. Héctor esbozó una lamentable y ácida sonrisa. Sin darse cuenta, acarició su larga cicatriz y la cuenca de su mutilado ojo derecho.
-Tenemos trabajo por hacer, amigo -le dijo Pascual, renunciando a su silencio y notando que su compinche estaba paralizado.
Amadeus Maury, solemne, destruyó toda voluntad de continuar la disputa:
-¡Obedezca, señor! -increpó a Héctor-. No pierda su valioso tiempo conmigo.
Héctor quiso salvar su honor mancillado, pero no halló cómo. Al final, con negro desánimo, escoltó a su roedor amigo en la retirada.