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Augusto recobró la conciencia un minuto después. Se sentía atontado, la voz del inspector le llegaba desde lejos.
-¡El muchacho abre los ojos!... ¿Puede escucharme? -le decía Amadeus.
-Manéjese con cuidado, señor inspector -aconsejó el auxiliar de policía-, tal vez intente robarlo de nuevo.
-Lo creo improbable, antes huyó por miedo a que yo le robara… Es más, nunca en su vida ha hurtado, me aventuro a sostener.
-¿Acaso es broma? -se escandalizó el auxiliar.
-Es una verdad muy simple, compañero -explicó Amadeus con una sonrisa-. A esa edad nadie roba un objeto de semejante costo, sino meros caprichos. Además, no se trata únicamente de entender la mente del individuo, también hay que entender su corazón.
Augusto no tardó en recordar dónde estaba, y mucho menos, en reconocer a los dos conversadores.
‹‹¿No les habrá bastado con arrebatarme la esmeralda? ¿Pensarán robarme hasta los calzoncillos?››, pensaba aterrorizado.
Casi volvió a desmayarse, aquellos hombres le generaban un recelo difícil de ocultar. Su piel no podía lucir más pálida y sus manos parecían convertirse en sudor. Por fortuna, Amadeus había intervenido con quirúrgica prontitud para evitar que la fatalidad se repitiera.
-Muchacho, no tema, somos amigos -le decía, agachándose y poniéndose frente a él. Creyó acertadamente que Augusto los confundía con ladrones-. Este es Ferrara, auxiliar de policía. Yo soy Amadeus Maury, inspector.
Finalizadas las rutinarias formalidades, Amadeus le entregó su tarjeta profesional, pretendía ganarse su respeto. Según su opinión aquella época, la presencia de la autoridad ejercía gran dominio en los jóvenes. Y era inequívoco, pues el temor de Augusto aumentó sobremanera al notar —por increíble primera vez— cómo iba vestido el auxiliar Ferrara. Pensó en los supuestos delitos de su padre.
-Ahora debería decirnos, muchacho, cuál es su nombre -le invitó Amadeus con cierta imperiosidad.
-Mi nombre es Augusto Monsalve -respondió el interpelado, apurando las palabras.
-Perfecto, Augusto… Ya que nos conocemos mejor, ¿me explicará, entonces, por qué llevaba encima una esmeralda?
-¿Esmeralda? -dijo el auxiliar hipnotizado.
Augusto calló. Sabía que hablar comprometería a sus padres, y eso jamás se lo perdonaría.
-¡La llevaba porque yo se lo ordené, señor! -exclamó de pronto una histérica voz femenina dirigiéndose a Ferrara, quien, embotado por el desconcierto, pero siendo el único allí con un símbolo autoritario —es decir, su uniforme—, necesitaba actuar de alguna manera.
Consuelo por poco se abalanza sobre su hijo.
-¡Calma, señora, por favor! -fue su chapucero proceder-... No entiendo… ¿Una esmeralda, en serio?
-¡Sí, señor! -afirmó la mujer, refrenando a duras penas sus ansias de atender a Augusto.
Al instante, tras haber intentado seguir el ágil correteo de su esposa, Eloy llegó jadeando intensamente.
-Correcto, oficial -dijo entre accesos de tos.
El auxiliar de policía intercambió miradas con Amadeus Maury, una expresión confundida se dibujaba en su rostro. Era una clara y suplicante petición de ayuda.
-Son los padres de Augusto, imagino -le habló el inspector a Consuelo y a Eloy, levantándose y yendo a su encuentro. De tal modo, sacaba al auxiliar de un grave apuro.
-Lo somos, pero ¿qué le importa eso a usted? No es la autoridad.
Consuelo consideraba ‹‹autoridad›› a impecables hombres con pistolas y uniformes militares, no a un individuo con gabardina color caqui, sombrero de paja, corbata azul, pantalones arrugados, zapatos gastados y facciones astutas. Encima era delgado, olía terrible, y tenía la indecorosa particularidad de examinar sin miramientos a cualquier persona como si viera un animal de feria.
-Mis sinceras disculpas…, soy Amadeus Maury, inspector del condado -dijo con tal solemnidad que su apariencia se transfiguró en la de un honorable libertador.
Consuelo quedó desconcertada; no quiso estrechar la mano que el amable inspector le tendía. Eloy sí lo hizo:
-Es un placer, inspector Maury -saludó, apenas fijándose en el aspecto y atavío de Amadeus. A diferencia de su mujer, él jamás juzgaba por las apariencias.
Su palidez fantasmal y su temblor desmedido —aún patentes— pintaban una imagen bastante fiel al respecto de su personalidad.
-Igualmente, señor.
-Eloy Monsalve, por cierto, inspector Maury… Dígame, ¿es muy grave el delito de mi hijo?
-Pues… Le encontramos en posesión de una esmeralda.
Amadeus fingía gravedad. Esto lo aprovechaba para mostrar una cara inverosímil de la situación de Augusto, y así preocupar a su padre. Con suerte —suponía—, Eloy, en aras de salvar a su hijo, desvelaría información inédita sobre la esmeralda si la conocía. A Consuelo la veía menos influenciable.
-La esmeralda me pertenece, inspector Maury -dijo Eloy observando a Augusto con una benevolencia casi sobrenatural.