Amelia
Me miré al espejo por tercera vez esa mañana, con la misma esperanza inútil que uno tiene al rascar un billete de lotería ya usado. Por un instante, intenté buscar algún ángulo milagroso que me hiciera parecer... no sé… menos yo.
Pero no.
El espejo seguía devolviéndome el reflejo de siempre: gafas del grosor de un acuario, moño improvisado (gracias a dos horquillas heroicas que sostenían una batalla épica contra la gravedad), y ese vestido beige, discreto hasta la crueldad, que gritaba al mundo entero: "no se molesten, aquí no hay nada que mirar".
Suspiré. Lo mío nunca había sido el aspecto. Ni los rizos perfectos, ni el maquillaje de influencer, ni las piernas interminables. Lo mío eran los números, los informes, los idiomas… y, si me apuras, los crucigramas nivel extremo.
—Amelia, hija, deja de torturarte, vas a llegar tarde —me llamó mi madre desde la cocina, donde seguramente intentaba evitar que las tostadas se carbonizaran por quinta vez en la semana.
Bajé las escaleras de casa como quien desciende al cadalso. Nuestro pequeño hogar olía a café recién hecho, pan tostado y ese perfume cálido que solo las casas modestas saben tener: el olor de la vida simple.
—Mira, papá, qué guapa está nuestra niña —anunció mamá cuando entré, con esa sinceridad mágica que solo las madres dominan.
Papá levantó la vista del periódico, ajustándose las gafas (que también tenían su propio grosor industrial, la genética es caprichosa), y sonrió con orgullo genuino.
—Estás preciosa, mi amor. Pareces una ejecutiva de esas de la tele.
Me dieron ganas de llorar un poquito, pero me tragué la emoción. Ellos realmente me veían bonita. Sus ojos jamás habían reparado en la comparación cruel que el mundo sí hacía constantemente conmigo.
Mi padre, Don Ernest Foster, era un hombre sencillo, de manos grandes, curtidas por años de trabajo como mecánico. Su ropa siempre olía a grasa de motor y a jabón barato. Mi madre, Celia, se ganaba la vida cosiendo ropa en casa para las vecinas del barrio, un talento que heredó de mi abuela y que le permitía estirarle el cuello al presupuesto cada mes.
Nunca tuvimos mucho, pero nunca nos faltó amor. Eso sí, cada mueble de esta casa tenía al menos dos remiendos, y cada electrodoméstico sobrevivía milagrosamente, gracias a las habilidades de papá y el optimismo desbordante de mamá.
—No lo sé, mamá. Me siento como una cucaracha que va a una gala de diamantes —admití, bajando la mirada.
Mamá se acercó y me sujetó la barbilla para que la mirase de frente.
—Amelia, mi cielo, en este mundo hay muchas mujeres con brillo por fuera, pero tú lo llevas por dentro. Y eso vale el doble, aunque ellos todavía no lo sepan.
—Pero, mamá…
—Nada de "pero". Mira, los Roux te han citado porque eres lista, porque tienes talento, porque mereces esa oportunidad —dijo, ajustándome un pliegue del vestido—. El resto… el resto es envoltorio.
—Y si alguien se atreve a decirte lo contrario —añadió papá desde su rincón—, me avisas, que le pongo a punto el coche… o el cerebro.
Solté una risa, incapaz de resistirme a su humor de mecánico. Mis padres siempre lograban arrancarme una sonrisa, aunque por dentro sintiera el estómago enredado como cables mal conectados.
—Además —continuó mamá con su sonrisa dulce—, llevas la chaqueta gris que arreglé. Te queda estupenda.
La miré. La chaqueta era efectivamente la única prenda del conjunto que me hacía sentir ligeramente profesional. Aunque seguía pareciendo más profesora de matemáticas jubilada que joven ejecutiva, pero bueno… todo suma.
—Gracias, mamá —susurré.
Papá se levantó, caminó hasta mí y, con su enorme manaza, me acarició el hombro.
—Estamos orgullosos de ti, Amelia. Siempre lo estaremos. Pase lo que pase hoy, para nosotros ya ganaste.
Y justo en ese instante, sentí cómo un pequeño nudo se alojaba en mi garganta. No quería decepcionarlos. Ellos siempre habían creído en mí cuando ni yo misma lo hacía.
Suspiré hondo. Cogí el bolso barato (que mamá había remendado tres veces para que pareciera nuevo), y me dirigí a la puerta.
—Vas a brillar, hija —me animó mamá.
—Ve tranquila, princesita —añadió papá.
Salí de casa mientras el sol empezaba a asomar tímidamente entre las nubes, como un espectador curioso ante mi pequeña batalla personal.
El trayecto hasta el restaurante fue otra odisea emocional. En el metro, como siempre, parecía un zoológico humano de belleza plástica. Frente a mí, una chica con pestañas tan largas que podía abanicar a un regimiento entero. A mi lado, un tipo que parecía modelo de gimnasio, con músculos que amenazaban con reventar la camisa a cada respiro. Yo, mientras tanto, intentando no llamar la atención, encogida como si pudiera volverme invisible.
Cuando finalmente llegué al restaurante Le Château Lumière, sentí que había cruzado la frontera a un planeta donde el lujo y la apariencia dominaban el clima. Las puertas giratorias de cristal relucían bajo la luz del sol, como si anunciaran: “solo admitimos perfección”.
Me acerqué a la recepción. Allí, la primera prueba de fuego: la hostess.
Una rubia escultural, piernas interminables, maquillaje impecable, piel de porcelana. Su uniforme negro ceñido resaltaba su figura como un maniquí de alta costura. Levantó la mirada al escuchar mis pasos, me observó de pies a cabeza con la misma expresión que uno pone al ver un bicho raro en la ensalada.
—¿Tiene cita? —preguntó sin molestarse en ocultar el tono despectivo.
—Sí. Con el señor Max Roux —respondí, intentando mantener la dignidad a flote.
Pulsó un pequeño botón sin dejar de mirarme con esa mezcla de lástima y superioridad. Si hubiera tenido un botón de "expulsar fea", seguramente ya me habría disparado por los aires.
Mientras esperaba, aproveché para observar el entorno. El hall principal era una oda al exceso elegante: mármol blanco, lámparas de cristal, columnas doradas, aroma a perfume caro flotando en el aire. Los camareros, todos modelos de catálogo, desfilaban de un lado a otro con bandejas de champán y postres dignos de portada de revista culinaria.
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Editado: 13.07.2025