Max
Nunca entendí del todo por qué mi madre seguía empeñada en que yo necesitaba una secretaria "competente" y "con cerebro", cuando francamente, el personal que me rodeaba estaba ahí por razones mucho más obvias.
No es que me molestara la belleza, al contrario. Siempre aprecié el talento estético. Me crié entre lujos, fiestas, recepciones y pasarelas de mujeres perfectas, de esas que saben exactamente cómo arquear la espalda en una foto para que su trasero parezca desafiar las leyes de la física.
Pero claro, mamá tiene esa obsesión de "formar empresarios serios" —como ella los llama— y me asigna tareas administrativas cada vez más aburridas. Como si manejar un restaurante de lujo fuera únicamente cuestión de números.
Spoiler: no lo es.
El único número que realmente me interesa es el de las reservas llenas cada noche. El resto, sinceramente, son papeles que puede ordenar cualquier secretaria… bonita, preferiblemente.
Por eso, cuando Clara apareció en mi oficina hace unos meses, lanzando su última idea brillante, apenas puse resistencia.
—Max, amor, tengo a la persona perfecta para recepcionista de eventos y hostess principal —me anunció, entrando como si el restaurante entero le perteneciera.
Clara tiene esa habilidad: no pide, decreta.
—¿Otra amiga tuya? —pregunté, ya anticipando la respuesta.
—No es "otra", es Anet —dijo, sonriendo como si me ofreciera un regalo de cumpleaños.
Yo solté un suspiro.
Anet… Anet es ese tipo de mujer que convierte cualquier ambiente en un reality show ambulante. Abandonó sus estudios a la primera propuesta matrimonial que le hiciera un hombre con dinero, y desde entonces su ocupación principal es mantener uñas largas, pestañas postizas y labios cada vez más grotescamente inflados.
Pero Clara estaba decidida.
—Escúchame, Max. Es perfecta para la imagen del restaurante. Tiene buen físico, sabe sonreír, y además… bueno, sabes que ella está pasando por momentos complicados ahora con su divorcio. Quiero ayudarla —añadió, con ese tonito de falsa generosidad tan habitual en ella.
Claro que quería ayudarla. A mantenerse cerca, a tener ojos y oídos extras en el restaurante. Porque si algo caracteriza a Clara, además de su obsesión por la perfección, es su pánico a perder el control. Sobre todo, el control sobre mí.
Nuestra historia…
Bueno. ¿Qué puedo decir? Nos conocemos desde la infancia, nuestras familias fueron amigas por años, y cuando empezamos a salir, todo parecía encajar. Clara es hermosa, elegante, siempre impecable. A ojos de la ciudad entera, somos la pareja ideal.
El problema es que yo dejé de verla así hace tiempo.
Su necesidad constante de supervisarlo todo, de vigilar mis movimientos, de revisar hasta mis llamadas perdidas, ha desgastado algo que ni sé si fue amor o un simple acuerdo social entre nuestras familias.
—Está bien —cedí, como tantas otras veces—. Pero que quede claro que es tu responsabilidad directa. Si mete la pata, la despides tú.
—No te vas a arrepentir, mi amor —me dijo, dándome uno de esos besos calculados que parecen más un acto protocolario que un gesto de cariño real.
Y así, Anet entró en mi mundo laboral como un huracán de perfume barato y tacones de aguja.
Todo lo contrario a lo que ocurrió hoy.
Ser jefe de uno de los restaurantes más lujosos de la ciudad no tiene nada que ver con cocinar platos exquisitos. Ni siquiera con dirigir personal.
Tiene que ver con política.
Con manejar egos, sonrisas falsas, mujeres hermosas y socios invisibles. Y sobre todo, con mantener contenta a mi madre, que para efectos prácticos sigue teniendo la última palabra aquí, aunque oficialmente me haya entregado el puesto de director general.
No voy a mentir: al principio me divertía. El desfile diario de bellezas, las cenas carísimas, los aplausos de clientes ricos y famosos. Pero, como todo en la vida, cuando la fachada perfecta se mantiene demasiado tiempo, empieza a apestar.
El verdadero infierno, sin embargo, viene en envase rubio platino: Clara.
Mi prometida.
En teoría.
—¿Me puedes explicar quién es la nueva? —Clara irrumpió en mi despacho apenas cinco minutos después de la entrevista.
Ni siquiera me había dado tiempo a sentarme. Me quité la americana con calma mientras ella cerraba la puerta detrás de sí, como si estuviéramos en un interrogatorio policial.
—La nueva secretaria. Mamá la recomendó —le respondí con indiferencia, sabiendo que esa excusa era a prueba de balas.
Pero, por supuesto, Clara jamás se conforma con respuestas sencillas.
—La vi. ¿De dónde la sacaron? ¿Un refugio de conventos? —su voz cargada de ese veneno dulce que solo ella sabe dosificar—. Max, cielo, no quiero ser cruel, pero… ¿tú viste cómo viste? ¿Cómo se presenta?
Me serví un whisky, sin responder aún.
Si algo he aprendido, es que con Clara siempre hay que dosificar las palabras como con un animal salvaje: cualquier movimiento brusco y muerde.
—Es competente, Clara. Eso es lo que mamá busca. Competencia.
—Competencia… —repitió ella, caminando lentamente por el despacho, como una pantera dando vueltas alrededor de su presa—. ¿Y no crees que se te puede ir de las manos?
—¿Cómo se me va a ir de las manos alguien que apenas puede mantenerme la mirada? —reí suavemente.
Pero no coló.
—Tú y yo sabemos cómo eres, Max —añadió, deteniéndose justo frente a mí—. Ya has tenido suficientes… deslices.
Su tono bajó peligrosamente.
Aquí estaba, una vez más, el eterno reproche flotando como un perfume rancio.
Sí, le había sido infiel. Más de una vez. Con camareras, con modelos, con alguna que otra actriz aburrida. Pero Clara nunca pudo probarlo todo. Y, aún así, sigue oliendo cada uno de mis movimientos como si tuviera un radar implantado en el cerebro.
—No empieces —le advertí, bebiendo el primer sorbo—. Esta conversación ya la tuvimos.
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Editado: 13.07.2025