Amelia
Me desperté con la sensación de que alguien había reemplazado mi cama por un ring de boxeo y yo era el saco de entrenamiento. El lunes había llegado como un tren de carga sin frenos, dispuesto a arrollarme sin piedad. Mi primer día en Le Château Lumière. Mi primera oportunidad para demostrar que no era solo un par de gafas gruesas y un currículum brillante. También, probablemente, mi primera oportunidad para hacer el ridículo en un escenario de lujo.
Me miré al espejo, esperando que, por algún milagro cósmico, mi reflejo hubiera decidido tomarse el día libre y dejar en su lugar a una versión de mí misma con pómulos esculpidos y cabello de comercial de champú. Pero no. Allí estaba yo, con mi moño que parecía un nido de pájaro en plena mudanza y mi chaqueta gris remendada, que gritaba “he sobrevivido a tres crisis económicas”. Suspiré. Al menos mi vestido beige seguía siendo fiel a su misión: hacerme invisible.
—Amelia, ¡baja ya o llegarás tarde! —gritó mi madre desde la cocina, donde el olor a tostadas quemadas indicaba que su batalla matutina con la tostadora había comenzado.
Bajé las escaleras con la gracia de un pingüino en tacones, aunque, gracias al cielo, llevaba mis zapatos planos de siempre. En la mesa, mi padre leía el periódico, sus gafas industriales resbalando por la nariz, mientras mi madre servía café en tazas desparejadas.
—Hija, estás radiante —dijo mamá, con esa sonrisa que podía convencer a cualquiera de que el sol sale solo para iluminarte.
—Pareces lista para conquistar el mundo —añadió papá, levantando la vista del periódico con orgullo genuino.
Quise creerles, de verdad. Pero en mi cabeza, solo podía imaginarme como una cucaracha entrando a una gala de diamantes, con todos los asistentes mirándome como si hubiera traído una plaga. Aun así, tragué saliva y sonreí.
—Gracias, chicos. Intentaré no decepcionarlos.
Mamá me dio un abrazo que olía a jabón de lavanda y optimismo, mientras papá me entregó una manzana “para el camino”. Salí de casa con el corazón latiendo como un tambor en un desfile militar, preguntándome si estaba lista para enfrentar la selva de Le Château Lumière.
El trayecto en metro fue, como siempre, un desfile de perfección humana que me hacía sentir como un extra en una película de modelos. Frente a mí, una chica con cejas tan perfectas que parecían dibujadas por un arquitecto. A mi lado, un tipo con una mandíbula tan definida que podría cortar vidrio. Yo, mientras tanto, aferraba mi bolso remendado como si fuera un chaleco salvavidas, tratando de no mirar a nadie a los ojos.
Cuando llegué al restaurante, el sol reflejaba en las puertas giratorias de cristal, que parecían susurrar: “Solo los hermosos tienen pase VIP”. Tragué saliva y entré, sintiendo que cada paso era una audición para un papel que nunca obtendría.
Anet estaba en la recepción, con su uniforme negro ceñido que parecía gritar “mírame, mundo”. Su cabello rubio caía en ondas perfectas, y sus uñas, decoradas con brillos, parecían listas para firmar un contrato con Hollywood. Al verme, arqueó una ceja con tanto desdén que podría haber congelado el café de los clientes.
—¿Tú otra vez? —dijo, como si mi presencia fuera un error del universo—. ¿Qué quieres?
—Soy Amelia Foster. Empiezo hoy como secretaria de Max Roux —respondí, intentando sonar profesional, aunque mi voz temblaba como un flan en un terremoto.
Anet pulsó un botón en su auricular con la gracia de una reina aburrida, murmurando algo que sonó sospechosamente como “esto tiene que ser una broma”. Luego, sin mirarme, señaló un pasillo.
—Paul te llevará al despacho. No toques nada.
Asentí, sintiendo que mi autoestima se encogía hasta el tamaño de una pasa de uva. Mientras esperaba a Paul, observé el hall principal, donde camareros con rostros de portada de revista desfilaban con bandejas de cócteles y postres que parecían obras de arte. El aire olía a perfume caro y ambición, y yo me sentía como un calcetín perdido en una lavandería de alta costura.
Paul, el asistente de Max, apareció con su traje impecable y una sonrisa que era más protocolo que calidez.
—Señorita Foster, sígame.
Me llevó por un pasillo decorado con cuadros abstractos y lámparas de cristal, hasta una puerta de madera oscura con una placa que decía “Dirección”. Mi corazón latía tan fuerte que temí que Paul lo oyera y me enviara al cardiólogo en lugar del despacho.
Max estaba dentro, sentado detrás de un escritorio que parecía costar más que mi casa entera. Llevaba una camisa blanca con las mangas remangadas, revelando antebrazos que, para mi desgracia, eran ridículamente atractivos. Sus ojos azul hielo me escanearon con la misma intensidad que en la entrevista, como si aún estuviera buscando una excusa para despedirme.
—Amelia —dijo, sin levantarse—. Llega cinco minutos tarde.
Abrí la boca para disculparme, pero mi lengua decidió traicionarme y se quedó pegada al paladar. En su lugar, emití un sonido que fue algo entre un graznido y un sollozo.
—L-lo siento, señor Roux. El metro… —balbuceé, sintiendo que mi cara ardía como un sartén olvidado en el fuego.
Él arqueó una ceja, pero no dijo nada. En cambio, señaló una pila de carpetas en una mesa auxiliar.
—Necesito que organices estos documentos por fecha y prioridad. También quiero un informe de las reservas para la gala de este jueves. Y, por favor, no derrames café sobre nada importante.
Asentí con la energía de un perrito ansioso, tomando las carpetas como si fueran un tesoro arqueológico. Me instalé en un pequeño escritorio en una esquina del despacho, sintiendo que cada movimiento mío era observado por esos ojos que parecían capaces de leer hasta mis pensamientos más vergonzosos.
El resto de la mañana fue un torbellino de nervios y torpeza. Intenté organizar los documentos, pero mi cerebro decidió que era el momento perfecto para olvidar cómo funciona el alfabeto. Derramé café sobre mi propia falda (afortunadamente, no sobre los papeles), y cuando intenté usar la impresora, esta decidió declararme la guerra, atascándose con un gemido que sonó como una venganza personal.
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Editado: 13.07.2025