Amelia
El día comenzó con un presagio tan claro que hasta un adivino con resaca lo habría visto venir: mi zapato izquierdo, ese compañero fiel que había sobrevivido años de caminatas torpes, decidió traicionarme al romperse en la escalera del metro. La suela se despegó con un flap que sonó como un aplauso sarcástico, y yo, con mi carpeta de notas apretada contra el pecho, tuve que cojear hasta Le Château Lumière como si fuera una pirata con una pata de palo. Si eso no era una señal de que el universo planeaba convertirme en el chiste del día, no sé qué lo era.
Era el gran banquete benéfico, el evento del año en el restaurante, donde los ricos y famosos se reunían para fingir que les importaba la caridad mientras competían por quién llevaba el reloj más caro. Y yo, Amelia Foster, la secretaria que parecía diseñada para pasar desapercibida, estaba a punto de descubrir que incluso los invisibles pueden estrellarse contra el foco de la vergüenza.
Llegué al restaurante con el zapato sujeto por una goma elástica que encontré en mi bolso, sintiéndome como una versión cutre de MacGyver. El vestíbulo estaba en plena ebullición: camareros con uniformes impecables corrían con bandejas de cristal, decoradores ajustaban flores que parecían robadas de un jardín real, y Anet, en la recepción, gritaba órdenes con esa voz que podría despertar a un coma. Su cabello rubio estaba peinado en un recogido tan perfecto que parecía desafiar la gravedad, y sus uñas, decoradas con brillos, centelleaban como si quisieran cegar a los mortales.
—Amelia, ¿qué es ese olor? —espetó al verme, arrugando la nariz como si yo trajera un cubo de basura en lugar de una carpeta—. ¡Ve al despacho, ya! El señor Roux no quiere verte en el salón.
Tragué saliva, sintiendo que mi autoestima se desmoronaba como un castillo de arena en una tormenta. Asentí y me escabullí por el pasillo, esquivando a Clark, que ajustaba un jarrón con su bufanda de seda ondeando como si fuera un director de orquesta. Sus ojos me escanearon con una mueca que decía “¿quién dejó entrar a esta plebeya?”, pero no dijo nada, probablemente porque mi existencia no merecía su comentario.
Entré al despacho de Max con el corazón latiendo como un tambor en un festival de samba. Él estaba junto a su escritorio, revisando unos papeles con esa camisa negra que parecía cosida directamente sobre su torso, resaltando cada músculo como si fuera una estatua griega con un presupuesto ilimitado. Sus ojos azul hielo me miraron con la misma intensidad que un láser, y por un segundo, olvidé cómo respirar.
—Amelia, hoy es un día clave —dijo, sin levantar la vista de los documentos—. El banquete atrae a la prensa, políticos, gente importante. Quédate aquí, en el despacho, por si necesito algún papel. No quiero verte en el salón a menos que te llame. ¿Entendido?
Mi estómago se hundió como si hubiera caído en un pozo sin fondo. ¿Quedarme en el despacho? ¿Como una rata de oficina mientras los ricos desfilaban en el salón? Claro, ¿qué esperaba? ¿Que Max Roux, el rey del glamour, me invitara a codearme con los millonarios? Soy Amelia Foster, la secretaria que podría pasar por un mueble de oficina sin que nadie lo notara.
—Entendido, señor Roux —murmuré, sentándome en mi escritorio con la gracia de un saco de cemento.
Max salió sin mirarme, dejando tras de sí un rastro de colonia cara que me hizo querer enterrar la cara en mi carpeta para no pensar en lo patética que me sentía. Me puse a trabajar, clasificando contratos de proveedores con la precisión de un robot programado para la monotonía. Pero, si soy honesta, una parte de mí quería estar en ese salón, aunque solo fuera para ver cómo los ricos fingían ser humanos. En cambio, estaba atrapada en un despacho que olía a tinta y a mis propios nervios.
Horas después, el sonido de la música y las risas se filtraba desde el salón, recordándome que el banquete estaba en su apogeo. Me asomé por una rendija de la puerta, incapaz de resistir la curiosidad, y vi a Max. Estaba junto a una pianista pelirroja con un vestido rojo que parecía diseñado para provocar infartos. Ella reía, inclinándose hacia él con una coquetería que podría haber sido patentada, y Max le devolvía una sonrisa que era puro veneno seductor. Mi pecho se apretó como si alguien hubiera decidido usar mi corazón como pelota antiestrés. No es que me sorprendiera, claro. Max es Max. Pero verlo coqueteando con tanta naturalidad, como si Clara no existiera, me hizo sentir más pequeña que una migaja en una alfombra persa.
Antes de que pudiera seguir torturándome, la puerta del despacho se abrió de golpe. Era Leo, el amigo de Max, con su chaqueta de cuero y esa sonrisa que parecía decir “el mundo me debe un aplauso”. Me miró con la misma expresión de horror que un niño al ver un brócoli en su plato.
—Vaya, la bibliotecaria sigue viva —dijo, apoyándose en el marco de la puerta como si fuera una estrella de rock—. ¿No te aburres de ser un mueble?
Tragué saliva, sintiendo que mi cara ardía como una barbacoa mal supervisada.
—Estoy trabajando —respondí, intentando sonar digna, aunque mi voz temblaba como un flan en un camión.
Leo rió, como si mi existencia fuera el chiste del siglo.
—Trabajando, claro. Bueno, Max te necesita. Hay un desastre con las mesas. Algunos invitados están de pie como si esto fuera un concierto de rock. Tráele la lista de reservas. Ya.
Asentí, buscando la carpeta con manos que parecían tener vida propia. Mi zapato roto hacía un flap con cada paso, y Leo lo notó, soltando una risita que me hizo querer desaparecer. Salí detrás de él, aferrando la carpeta como si fuera mi escudo en una batalla perdida, mientras él avanzaba con la arrogancia de un león en su selva.
El salón principal era un espectáculo de opulencia y crueldad. Lámparas de cristal destellaban como constelaciones, mesas cubiertas de manteles blancos exhibían platos que parecían esculturas comestibles, y los invitados, vestidos como si fueran a una gala de la realeza, charlaban con copas de champán que costaban más que mi salario mensual. La prensa estaba en una esquina, con cámaras que disparaban flashes como si quisieran documentar cada parpadeo. Y en el centro, Max, subiendo a un pequeño escenario para dar su discurso.
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Editado: 15.07.2025