Cuidado con la Nerd

Capítulo 6: Un favor peligroso

Max

El despertador de mi teléfono suena como un taladro en mi cráneo, arrancándome de un sueño que, por una vez, no involucraba a Clara interrogándome como si fuera un sospechoso de asesinato. Son las seis de la mañana, y el sol se cuela por las cortinas de mi ático como un chivato que no sabe guardar secretos. Me arrastro fuera de la cama, sintiendo que mi cuerpo pesa más que mi conciencia después del desastre de anoche. El banquete benéfico en Le Château Lumière, que debería haber sido mi momento para brillar ante la prensa y los ricos, se convirtió en un circo gracias a Amelia Foster, mi secretaria con la gracia de un elefante en una cristalería.

Me sirvo un espresso tan negro como mi humor y miro por la ventana hacia la ciudad, que despierta con su habitual arrogancia. Anoche, Amelia no solo tropezó en el escenario, perdiendo sus gafas y esparciendo papeles como si fuera una piñata humana; también logró que mi discurso sobre la caridad se convirtiera en el telón de fondo de un meme viral. Las redes ya están llenas de fotos de ella cayendo, con titulares como “La secretaria que robó el show (y no para bien)”. Mi madre, Beatriz, me llamó esta madrugada para recordarme, con su tono de iceberg, que “la reputación del restaurante es más frágil que el cristal veneciano”. Gracias, Amelia.

Y, sin embargo, no puedo evitar sentir un pinchazo de culpa. Cuando la grité en el despacho, con su cara roja y esos ojos detrás de esas gafas de abuela, parecía a punto de desintegrarse. No soy un monstruo, aunque Clara y la mitad del personal piensen lo contrario. Pero, ¿qué esperaba? ¿Que la felicitara por convertir el evento en una comedia de enredos? Este restaurante es mi legado, mi campo de batalla, y no puedo permitirme distracciones. Aunque, si soy honesto, Amelia no es solo una distracción; es un enigma. Torpe, sí, pero su trabajo es impecable. Y eso me saca de quicio.

Llego al restaurante a las ocho, esquivando a los camareros que preparan el salón para el almuerzo. El aire huele a café recién hecho y a la tensión residual del banquete. Paul, mi asistente, me intercepta en el pasillo con una carpeta y esa cara de “algo se ha roto, pero no quiero ser el primero en decírtelo”.

—Señor Roux, hay un problema con el pedido de mariscos para la cena de esta noche —dice, ajustándose las gafas con nerviosismo—. Parece que… se ordenó salmón en lugar de langosta.

—¿Salmón? —rujo, sintiendo que mi presión arterial sube como un cohete—. ¿Quién demonios pidió salmón para una cena de clientes VIP?

Paul traga saliva, mirando al suelo como si quisiera fundirse con el mármol.

—Eh… la señorita Anet firmó el pedido, pero dice que fue la señorita Foster quien lo gestionó.

—¿Amelia? —arqueo una ceja, incrédulo. Amelia, que organiza documentos como si fuera una máquina de precisión, ¿metiendo la pata con un pedido? No me lo trago.

Antes de que pueda seguir, Leo aparece en el pasillo, con su chaqueta de cuero y una sonrisa que dice “el caos es mi hábitat natural”. Lleva un café para llevar en la mano, probablemente de alguna cafetería hipster donde cobran diez dólares por un latte con dibujitos.

—Max, amigo, ¿ya viste los memes? —dice, riendo como si el mundo fuera su patio de recreo—. Tu secretaria es una estrella. Deberías darle un aumento por publicidad gratuita.

—Para, Leo —gruño, aunque no puedo evitar una media sonrisa. Su entusiasmo por el desastre es casi contagioso.

—Oh, vamos, no seas aburrido —insiste, siguiéndome hacia el despacho—. Esa chica es un arma de destrucción masiva. Ayer convirtió tu discurso en un sketch de comedia. ¿Qué sigue? ¿Incendiar la cocina?

—Exageras —respondo, abriendo la puerta del despacho—. No es tan mala. Resolvió el lío de los contratos de proveedores en un día. Paul no lo hizo en semanas.

Leo se detiene, mirándome como si acabara de confesar que creo en los ovnis.

—¿Contratos? —dice, con una risa que suena como un motor mal afinado—. Max, aquí contratamos mujeres que podrían cerrar negocios con una sonrisa, no archivistas con pinta de profesora jubilada. ¿No te preocupa que asuste a los clientes con esa… vibra de biblioteca?

—No me interesa su vibra —replico, apoyándome en el escritorio—. Me interesa que haga su trabajo. Y lo hace bien. Mejor que Anet, que ayer confundió a un repartidor con un senador.

Leo suelta un silbido, claramente divertido.

—Touché. Pero, en serio, amigo, ¿no te da curiosidad? —se inclina hacia mí, bajando la voz como si compartiera un secreto—. ¿Qué hay debajo de esas gafas y esa ropa de caridad? ¿Una espía? ¿Una genio del crimen disfrazada de desastre?

—Estás viendo demasiadas películas —río, aunque la idea de Amelia como espía es tan absurda que casi me intriga—. Es solo una secretaria. Torpe, pero eficiente. Fin de la historia.

Leo se encoge de hombros, no convencido, pero cambia de tema.

—Hablando de desastres, ¿qué tal tu aventura con la pianista? —guiña un ojo—. Vi cómo te miraba anoche. Clara debe estar oliendo sangre.

Quiero responder, pero Amelia entra al despacho, con una carpeta en la mano y la cabeza gacha como si quisiera fundirse con el suelo. Lleva el mismo vestido beige —o tal vez es otro idéntico, quién sabe— y sus gafas están tan empañadas que parece que acaba de salir de una sauna. Al verme, se detiene en seco, como un ciervo ante los faros de un coche.

—S-señor Roux, traigo el informe de las reservas para hoy —balbucea, extendiendo la carpeta con manos temblorosas.

Leo la mira, y su sonrisa se curva en una mueca de diversión pura.

—Vaya, la reina del caos en persona —dice, cruzándose de brazos—. ¿Ya tienes planeado tu próximo espectáculo, o fue suficiente con el de anoche?

Amelia se sonroja tanto que parece un semáforo en rojo, y siento un impulso inexplicable de frenar a Leo.

—Leo, basta —digo, tomando la carpeta de Amelia—. Gracias, Amelia. Puedes volver a tu escritorio.




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