Cuidado con la Nerd

Capítulo 7: Princesas sin corona

Amelia

El autobús traquetea como un dinosaurio con asma, y yo me aferro al pasamanos, sintiendo que mi vida es una carrera de obstáculos donde siempre termino con el pie en un charco. Es viernes por la tarde, y después de una semana en Le Château Lumière que incluyó una caída épica en un escenario, un regaño de Max que aún me quema los oídos, y una mentira para salvarle el pellejo a mi jefe, estoy lista para colapsar en mi sofá con una manta y un tarro de helado. Pero Penelope, mi mejor amiga desde que éramos dos nerds compartiendo lápices en primaria, insistió en venir a casa. “Necesitas una terapia de risas, Amelia”, dijo por teléfono, y no pude negarme. Nadie le dice que no a Penelope cuando tiene una misión.

Llego a mi barrio, donde las farolas parpadean como si estuvieran pidiéndole un aumento al ayuntamiento, y subo las escaleras del edificio con la energía de un perezoso con resaca. Mi apartamento es pequeño, con paredes que han visto mejores días y un sofá que cruje como si tuviera opiniones propias, pero es mi refugio. Abro la puerta y encuentro a Penelope ya instalada, con una pizza de pepperoni abierta sobre la mesa de centro y dos vasos de vino tinto barato que parecen gritar “¡fiesta de viernes!”.

—¡Por fin, reina del desastre! —exclama Penelope, levantándose del sofá con una sonrisa que podría iluminar un apagón. Lleva una camiseta con un estampado de gatos astronautas y unos vaqueros rotos que parecen diseñados por un huracán. Su cabello castaño está recogido en una coleta desordenada, y sus ojos brillan con esa mezcla de picardía y cariño que siempre me hace sentir menos sola.

—No soy una reina, Pen —río, dejándome caer en el sofá como un saco de arena—. Soy más bien la bufona de la corte, cayéndome frente a toda la nobleza.

Ella suelta una carcajada que hace temblar los vasos de vino, y me pasa una porción de pizza que huele a gloria procesada.

—Oh, por favor, esa caída en el banquete fue icónica —dice, guiñándome un ojo—. Eres tendencia en las redes, amiga. “Secretaria ninja vs. escenario: round uno”. Deberías estar orgullosa.

—Orgullosa de ser un meme, claro —murmuro, mordiendo la pizza con más fuerza de la necesaria—. Mi vida es un reality show, pero sin el presupuesto para maquillaje.

Penelope se sienta a mi lado, cruzando las piernas como si fuera a meditar sobre los misterios del universo.

—Vamos, Amelia, eres una genio atrapada en un guión de comedia —dice, dándome un codazo—. Pero en serio, ¿cómo estás? Porque caer en un escenario es una cosa, pero trabajar para ese tal Max Roux… eso es otro nivel de estrés. Cuéntame todo.

Suspiro, sintiendo que mi corazón se acelera solo de pensar en Max. No quiero hablar de él, pero Penelope tiene un radar para detectar secretos que podría venderle a la CIA. Me recuesto en el sofá, mirando el techo como si allí estuviera escrita la respuesta a mi caos.

—Es… complicado —empiezo, eligiendo mis palabras como si fueran piezas de un rompecabezas roto—. Max es como un dios griego que se olvidó de leer el manual de humildad. Tiene esos ojos azules que podrían derretir un glaciar, y cuando sonríe, es como si el mundo se detuviera para aplaudirlo. Pero también es un jefe imposible. Grita, exige, y me hace sentir como una cucaracha con gafas.

Penelope arquea una ceja, sorbiendo su vino con una sonrisa que dice “te pillé”.

—Ajá —dice, inclinándose hacia mí como un detective en un interrogatorio—. O sea, que es guapísimo, mandón, y te pone nerviosa. ¿No te estarás enamorando, verdad, señorita Foster?

—¡No! —exclamo, tan rápido que casi me atraganto con la pizza. Mi cara arde como una sartén olvidada en el fuego, y sé que estoy más roja que un tomate en salsa—. Es mi jefe, Pen. Y un mujeriego. ¿Viste el rumor con la pianista? Yo tuve que mentir para cubrirlo frente a su prometida. ¡Es un desastre con traje caro!

Penelope ríe, claramente no convencida.

—Protestas demasiado, amiga —dice, señalándome con el vaso de vino—. Nadie describe los ojos de su jefe como “glaciares derretibles” a menos que haya algo más. Confiesa. ¿Te gusta?

Niego con la cabeza, pero mi cerebro traicionero me lleva de vuelta a Max. A su voz grave cuando me agradeció por la mentira, a la forma en que su camisa se tensa cuando se inclina sobre su escritorio, a esa mirada que me hace sentir que existo, aunque sea para gritarme. Es un príncipe, pienso, con su castillo de cristal y su corona de arrogancia. Pero yo no soy una princesa. Soy la chica que tropieza con su propia sombra, que lleva vestidos de mercadillo y gafas que parecen robadas de un museo. Nunca seré su Cenicienta, ni siquiera con un hada madrina con horas extras.

—No hay nada que confesar —insisto, forzando una sonrisa—. Además, ¿quién necesita un príncipe cuando podemos ser solteras eternas, comiendo pizza y viendo películas malas?

Penelope levanta su vaso, chocándolo con el mío.

—¡Por las solteras eternas! —brinda, con una risa que suena como campanas—. Que los hombres se queden con sus dramas, y nosotras con el control remoto.

—Amén —río, aunque una parte de mí no puede evitar imaginar a Max entrando por la puerta, diciendo algo ridículamente encantador. Sacudo la cabeza, como si pudiera espantar esos pensamientos como mosquitos.

—Hablo en serio, Pen —continúo, cambiando de tema antes de que siga interrogándome—. Vamos a terminar como esas tías excéntricas que viven con gatos y coleccionan figuritas de porcelana. ¿Te imaginas? Tú con un sombrero de plumas, yo con un chal tejido por mí misma, las dos gritándole a los niños que pisan nuestro césped.

Penelope se dobla de risa, derramando un poco de vino en el sofá.

—¡Me apunto! —dice, limpiándose los ojos—. Pero mi sombrero tendrá lentejuelas, y nuestros gatos serán influencers con cuentas en Instagram. Seremos leyendas, Amelia.

Reímos hasta que me duele el estómago, y por un momento, olvido el desastre de mi semana. Penelope tiene ese don: hace que el mundo parezca menos cruel, como si los memes y los regaños de Max fueran solo anécdotas para contar entre risas. Pero entonces, la puerta de la cocina se abre, y mis padres entran, con expresiones que dicen “tenemos problemas, pero no queremos preocuparte”.




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