Cuidado con la Nerd

Capítulo 8: El desastre del menú

Max

La alarma de mi teléfono me arranca del sueño como un bombero que irrumpe en un incendio, y juro que mi cabeza late como si un mono con cafeína hubiera decidido practicar con un martillo neumático en mi cráneo. Anoche fue un error tras otro: Clara me interrogó hasta la medianoche sobre esa maldita pianista, Valeria, como si yo fuera un espía en un tribunal, y luego mi madre, Beatriz, me llamó para recordarme que Le Château Lumière no es “un patio de juegos para mis deslices”. Gracias, universo, por asegurarte de que mi vida sea un drama con entradas agotadas.

Me arrastro hasta la cafetera, sirviéndome un espresso que parece petróleo y sabe a salvación. Desde la ventana de mi ático, la ciudad brilla como si estuviera presumiendo, pero yo solo quiero un día sin crisis. Uno solo. Claro, pedir eso es como pedirle a un huracán que pase de puntillas. Esta noche tenemos una cena para críticos gastronómicos, esos buitres con paladar de oro que pueden hundir un restaurante con una sola reseña. Todo tiene que ser perfecto, o mi madre me desheredará y Clara me colgará de un candelabro.

Llego al restaurante a las nueve, esquivando a los camareros que pulen cubiertos como si fueran a operar a corazón abierto. El aire huele a limón y a esa tensión que precede a un campo de batalla. Paul, mi asistente, me intercepta en el vestíbulo con una carpeta y esa cara de “se acaba el mundo, pero no quiero decírselo primero”.

—Señor Roux, tenemos un problema con el menú para la cena —dice, con la voz temblando como un flan en un terremoto—. Hay… errores. En la impresión.

—¿Errores? —repito, sintiendo que mi presión arterial se dispara como un cohete de bajo presupuesto—. ¿Qué clase de errores, Paul? ¿Se olvidaron de una coma?

Paul traga saliva, entregándome una copia del menú. Lo abro, y mi alma se cae al suelo como un trapo mojado. En lugar de “sopa de cebolla caramelizada”, dice “sopa de cebolla radiactiva”. El “filete mignon” aparece como “filete minion”, como si sirviéramos personajes animados. Y el postre, un delicado “souflé de chocolate”, está listado como “souflé de chocoterror”. ¿Quién demonios imprimió esto? ¿Un bromista con acceso a nuestra cuenta?

—¿Quién revisó esto? —rujo, y Paul retrocede como si yo fuera a lanzarle el menú a la cara.

—Eh… la señorita Anet dijo que la señorita Foster lo gestionó —murmura, ajustándose las gafas como si fueran un escudo.

—¿Amelia? —arqueo una ceja, incrédulo. Amelia, que organiza contratos como si fuera una máquina de precisión y salvó el desastre del salmón la semana pasada, ¿metiendo la pata con un menú? No me lo trago, pero antes de que pueda interrogar a Paul, Leo aparece, con su chaqueta de cuero y una sonrisa que parece diseñada para provocar infartos.

—Max, amigo, ¿qué es esa cara? —dice, robando una manzana de una bandeja decorativa—. Parece que alguien cambió tu café por descafeinado.

—Peor —gruño, agitando el menú frente a su nariz—. Mira esto. Alguien convirtió nuestro menú en un guion de comedia barata.

Leo lo lee, y su risa retumba como un trueno en una cueva.

—¡Sopa radiactiva! —exclama, limpiándose una lágrima—. Esto es arte, Max. Deberías contratar al culpable como creativo. ¿Quién fue? ¿Tu secretaria estrella?

—No es gracioso, Leo —espeto, aunque una parte de mí quiere reír por lo absurdo de la situación—. Y no fue Amelia. O al menos, no lo creo.

Leo arquea una ceja, claramente oliendo un chisme.

—Oh, ¿defendiendo a la nerd otra vez? —dice, apoyándose en una columna como si fuera el rey del cotilleo—. Cuidado, amigo, que la gente empieza a hablar. Anet jura que tú y ella tienen algo raro desde lo del despacho.

—¿Algo raro? —río, aunque mi estómago se retuerce como si hubiera comido esa sopa radiactiva—. Anet debería escribir novelas en lugar de chismes. Amelia es… útil. Nada más.

Leo no se lo traga, pero antes de que pueda seguir pinchando, organiza una escena que solo él podría montar. Reúne a los camareros en la sala de empleados, saca una pizarra de la nada (¿de dónde demonios la sacó?), y escribe: “Apuesta del siglo: ¿Cuánto durará Amelia?”. Propone opciones absurdas: “Hasta que queme el restaurante”, “Hasta que se caiga en la sopa de un crítico”, o “Hasta que Max la despida por aburrimiento”. Los camareros ríen, apostando con servilletas como si fuera un casino de barrio.

—¡Vamos, Max, únete! —dice Leo, guiñándome un ojo—. Yo digo que dura hasta que tropiece con un crítico y lo mande al hospital.

—Para, Leo —gruño, pero no puedo evitar una sonrisa. La idea de Amelia causando un incendio es ridícula, pero… plausible. Y eso me preocupa.

Antes de que pueda disolver esta farsa, Amelia entra, con una carpeta que parece su escudo personal y una expresión de pánico que podría competir con un ciervo en una autopista. Sus gafas están torcidas, y su blusa tiene una mancha de tinta que parece un mapa de un país desconocido. Al ver la pizarra, se congela.

—S-señor Roux, traigo los contratos para la cena —balbucea, ignorando la apuesta como si quisiera desaparecer.

Leo, por supuesto, no la deja escapar.

—¡La protagonista llega! —exclama, aplaudiendo—. Dinos, Amelia, ¿cuál es tu récord de desastres por día? ¿Tres? ¿Cuatro?

Amelia se sonroja, pero responde con una voz temblorosa que me sorprende.

—Depende, señor Leo. ¿Cuenta su peinado como desastre? —dice, señalando su cabello engominado.

Los camareros estallan en risas, y Leo finge una puñalada en el pecho.

—¡Touché, nerd! —ríe, pero sus ojos brillan con diversión—. Max, esta chica tiene agallas.

—Amelia, a mi despacho —digo, cortando la escena antes de que Leo convierta el restaurante en un circo. Ella asiente, siguiéndome con pasos que parecen calculados para no tropezar.

En el despacho, le muestro el menú, esperando una explicación. Ella lo lee, y sus ojos se abren como platos de postre.

—Esto no es lo que envié a la imprenta —dice, con una certeza que me hace creerle—. Revisé el archivo cinco veces. Alguien lo cambió.




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