Cuidado con la Nerd

Capítulo 10: La huida al volante

Max

El grito de Vanessa Laurent atraviesa el pasillo como un misil, y mi corazón da un salto que podría clasificar para las Olimpiadas. Estoy en mi despacho, atrapado en un interrogatorio con Clara, cuya mirada me tiene más acorralado que un ciervo en una cacería. Ella está convencida de que el rumor de Anet sobre un “romance secreto” con Amelia es más que un chisme de camareros, y yo estoy a punto de perder la poca paciencia que me queda. Pero el alarido de Vanessa—“¡Max Roux, sé que estás aquí!”—me saca de mi miseria personal y me lanza a otra. Amelia, con sus gafas torcidas y esa cara de pánico que parece su uniforme oficial, irrumpe por tercera vez, balbuceando algo sobre una “reunión urgente” que, hasta este momento, pensé que era otra de sus torpezas.

Pero ese grito. Ese maldito grito. De repente, mi cerebro conecta los puntos como un rompecabezas que alguien armó con pegamento. Vanessa Laurent. La modelo de la sesión de fotos del año pasado, con su cabello castaño que parecía tejido por ángeles y un carácter que podría hacer temblar a un dictador. Tuvimos un desliz, un error de juicio en un reservado después de demasiados cócteles. Nada serio, o eso pensé, porque claramente Vanessa no comparte mi definición de “nada serio”.

—Clara, quédate aquí —digo, levantándome tan rápido que casi tiro mi silla—. Necesito que revises los contratos de los proveedores para la próxima semana. Son urgentes.

Clara arquea una ceja, con esa expresión que dice “te estoy vigilando, Roux”.

—¿Ahora? —pregunta, cruzándose de brazos como si fuera a interrogarme hasta el amanecer—. ¿Qué es tan importante que no puede esperar?

—Es… un cliente VIP —miento, sintiendo que mi lengua pesa como un yunque—. Amelia no puede manejarlo sola. Vuelvo en un minuto.

Antes de que Clara pueda protestar, salgo disparado del despacho, con el corazón latiendo como un tambor en un festival. Corro por el pasillo, esquivando a un camarero que lleva una bandeja de copas con la delicadeza de un equilibrista. Llego a la recepción, donde Vanessa está plantada como una estatua vengativa, su vestido rojo brillando como una señal de peligro. Amelia está frente a ella, con una sonrisa que parece pegada con cinta adhesiva, ofreciendo un “pastelito” como si eso pudiera calmar a una leona enfurecida.

—Vanessa —digo, con una voz que espero suene autoritaria y no desesperada—. Vamos fuera. Ahora.

Ella me mira, con esos ojos verdes que podrían perforar acero, y cruza los brazos.

—¿Fuera? —repite, con un tono que podría derretir el chandelier—. ¿Después de ignorarme un año, Max? ¡No me moveré hasta que hagas esto público!

Los clientes cercanos murmuran, y Leo, que está apoyado en una columna con una copa de vino, suelta una risa que suena como un claxon. Amelia, roja como un semáforo en pánico, me lanza una mirada que dice “te lo advertí”. Quiero gritarle que sus indirectas eran tan claras como un acertijo en sánscrito, pero no hay tiempo. Agarro a Vanessa por el brazo—con más brusquedad de lo que pretendo—y la arrastro hacia la salida, ignorando las miradas de los camareros, que ya deben estar escribiendo el próximo capítulo de los chismes del restaurante.

—Vamos a hablar en privado —siseo, empujando la puerta de cristal hacia el aparcamiento. El aire fresco de la noche me golpea como una bofetada, pero no es nada comparado con la tormenta que es Vanessa.

La conduzco hasta mi coche, un BMW negro que parece gritar “éxito” pero ahora se siente como una cápsula de escape. Abro la puerta del copiloto, y Vanessa se desliza dentro con la gracia de una pantera, aunque su expresión dice que está lista para arrancarme la cabeza. Me subo al volante, arranco el motor, y conduzco sin rumbo fijo, solo para alejarla del restaurante antes de que Clara salga y convierta mi vida en una tragedia griega.

—¿Qué quieres, Vanessa? —pregunto, manteniendo los ojos en la carretera mientras las luces de la ciudad parpadean como si se burlaran de mí.

Ella cruza las piernas, inclinándose hacia mí con un perfume que es una mezcla de jazmín y problemas.

—¿Qué quiero? —repite, con una risa que suena como un látigo—. Quiero que dejemos de jugar, Max. Lo que tuvimos fue real. Quiero estar contigo. ¿Cuándo nos vamos a las Maldivas, como prometiste?

Siento que mi estómago se hunde como un barco en una tormenta. ¿Maldivas? ¿Prometí eso? Mi memoria de esa noche es un borrón de risas, cócteles, y una muy mala decisión. Pero estoy seguro de que no hablé de viajes exóticos. Vanessa debe haber tejido esa fantasía con los hilos de mi estupidez.

—Vanessa, estoy comprometido —digo, con una calma que no siento—. Con Clara. Lo nuestro fue… un error. No va a repetirse.

Ella suelta un bufido, como si acabara de insultar su existencia.

—¿Un error? —repite, inclinándose tanto que su cabello roza mi brazo—. Max, mírame. Soy Vanessa Laurent. Podrías tener esto—señala su vestido, su cuerpo, su todo—en lugar de esa prometida tuya que parece una estatua de hielo.

Mi teléfono vibra en el salpicadero, y el nombre de Clara aparece en la pantalla como un faro de advertencia. No contesto. No puedo. No ahora, con Vanessa tratando de convertir mi coche en un set de seducción. El teléfono vibra de nuevo, y otra vez, como si Clara estuviera disparando misiles desde el despacho. Aprieto el volante, sintiendo que mi vida es un castillo de naipes en un huracán.

—Vanessa, escúchame —digo, deteniendo el coche en una calle tranquila, lejos del restaurante—. Eres guapa, increíble, y cualquier hombre estaría loco por ti. Pero no soy ese hombre. Estoy con Clara, y eso no va a cambiar. No te necesito, y tú no me necesitas a mí.

Ella parpadea, como si mis palabras fueran un idioma extranjero. Luego, con una sonrisa que es puro veneno, dice:

—¿No me necesitas? ¿Entonces por qué me prometiste las Maldivas? ¿Por qué me hiciste sentir que era especial?

Quiero gritar que nunca prometí nada, que los cócteles hablaron por mí, pero sé que eso solo empeorará las cosas. Mi teléfono vibra de nuevo, y la pantalla de Clara me mira como un juez. Respiro hondo, buscando una salida.




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