Cuidado con la Nerd

Capítulo 11: El cliente salvador

Max

El chandelier de Le Château Lumière brilla sobre mi cabeza como un sol artificial, pero yo estoy en la recepción sudando como si estuviera atrapada en una sauna con un ventilador roto. Son las siete de la noche, y mi vida se ha convertido en una carrera de obstáculos donde cada salto parece terminar en un charco de humillación. Acabo de sobrevivir al escándalo de Vanessa Laurent, la modelo que irrumpió como una tempestad exigiendo a Max, y aunque logré advertirle con indirectas que claramente no entendió, ahora estoy de vuelta en el puesto de hostess, cubriendo a Anet, que probablemente sigue cazando bolsos en el centro comercial como si fuera una misión de la ONU.

La libreta de reservas de Anet es un caos de garabatos que parecen escritos por un pollo con prisas, y yo intento descifrarla mientras los clientes me miran como si fuera una impostora en un desfile de alta costura. Mi blusa tiene una mancha de café que ahora parece un mural moderno, y mis gafas resbalan por mi nariz como si tuvieran una agenda propia. Pero no tengo tiempo de preocuparme por mi apariencia, porque sé que Clara, la prometida de Max, está en el despacho con un radar de sospechas más afilado que un cuchillo de chef. El rumor de nuestro supuesto “romance secreto” ya la tiene en modo inquisición, y los gritos de Vanessa no han ayudado. Si Clara huele otro desliz de Max, este restaurante se convertirá en un campo de minas, y yo seré la primera en pisar una.

Max acaba de volver, entrando por la puerta principal con esa calma fingida que usa cuando el mundo se le derrumba. Su cabello está ligeramente desordenado, y su camisa azul tiene una arruga que nunca le había visto, como si hubiera peleado con un huracán y perdido. Me lanza una mirada rápida, murmura un “Buen trabajo, Foster” que suena como si le doliera decirlo, y se dirige al despacho. Leo, apoyado en una columna con una copa de vino, me guiña un ojo como si yo fuera la heroína de una comedia de enredos.

—Nerd, eres una máquina de salvar desastres —dice, con una risa que retumba como un altavoz mal configurado—. ¿Cuál es tu próximo truco? ¿Hacer que Clara sonría?

—Cállate, Leo —murmuro, aunque no puedo evitar una sonrisa. Pero mi alivio dura lo que un helado en un microondas, porque Clara aparece en la recepción como una reina dispuesta a ejecutar a su corte.

Su vestido negro brilla bajo las luces, y sus tacones hacen un clic-clac que suena como un reloj marcando mi sentencia. Sus ojos verdes me escanean como si yo fuera un código de barras defectuoso, y su voz es tan fría que podría congelar el café en mi blusa.

—Amelia —dice, con una sonrisa que es más una amenaza que un saludo—. ¿Dónde está ese “cliente VIP” con el que Max tuvo que reunirse tan urgentemente? ¿Y quién estaba gritando en el salón como si esto fuera un mercado?

Mi corazón se detiene, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa en mi pecho. Los camareros cercanos—Tomás y Gloria—fingen limpiar mesas, pero sé que están escuchando cada palabra, listos para alimentar el próximo chisme. Max, que está a medio camino del despacho, se gira, y su cara pasa de cansada a “oh, no” en un segundo. Quiero gritarle: “¡Te dije que era urgente, cabeza dura!”, pero mi boca está más seca que un desierto en agosto.

Por suerte, soy Amelia Foster, la reina de los planes de emergencia, aunque mi corona esté hecha de papel y pegamento. Mientras Max estaba en el coche con Vanessa, tuve un momento de lucidez entre el pánico y el café derramado. Sabía que Clara no se tragaría la excusa del “cliente VIP” sin pruebas, así que revisé el calendario de Max en mi teléfono y encontré una cita programada para mañana con un tal señor Diego Salazar, un empresario que quiere alquilar el restaurante para una boda. Con el pulso temblando como un sismógrafo, lo llamé, balbuceando una historia sobre un “cambio de horario urgente” y rogándole que viniera hoy. Milagrosamente, dijo que sí, y prometió estar aquí en media hora. Si mi plan funciona, salvaré a Max por segunda vez en un día. Si no, puedo ir buscando un nuevo trabajo en una biblioteca.

—Eh… el cliente VIP está por llegar, señora Clara —digo, con una voz que espero suene profesional y no como un ratón atrapado—. Y lo de los gritos… fue un malentendido. Una clienta… eh… emocionada con el menú.

Clara arquea una ceja, claramente no convencida.

—¿Emocionada? —repite, con un tono que podría derribar muros—. Max, ¿esto es cierto? Porque estoy empezando a cansarme de tus “reuniones urgentes”.

Max abre la boca, pero su cara dice que no tiene idea de cómo salir de esta. Está a punto de hundirse, y yo con él, cuando la puerta principal se abre con un susurro elegante. Entra un hombre de unos cincuenta años, con un traje gris que grita dinero y una sonrisa que parece practicada frente a un espejo. Tiene el cabello canoso peinado hacia atrás y un reloj que probablemente cuesta más que mi apartamento. Mi corazón da un salto de alegría. ¡Es él! Diego Salazar, mi salvavidas con corbata.

—Señora Clara, aquí está el cliente —digo, con una rapidez que sorprende hasta a mí misma. Me acerco al hombre, rezando para no tropezar con mis propios pies—. Señor Salazar, bienvenido a Le Château Lumière. Soy Amelia, la asistente del señor Roux. Gracias por venir con tan poca antelación.

Salazar me estrecha la mano, con una mirada que mezcla curiosidad y diversión.

—Un placer, señorita —dice, con una voz profunda que suena como un locutor de radio—. Recibí su llamada, y debo decir que su entusiasmo fue… persuasivo.

Max, que hasta ahora parecía un ciervo frente a un camión, reacciona como si le hubieran inyectado cafeína. Se acerca, con esa sonrisa encantadora que hace que mi estómago haga piruetas, y le tiende la mano a Salazar.

—Diego, qué sorpresa —dice, con una naturalidad que casi me convence a mí—. Gracias por adelantar la reunión. Pasemos a mi despacho.

Clara, todavía en la recepción, cruza los brazos, estudiando la escena como un halcón. Me mira, y por un segundo, creo que va a destrozar mi plan como si fuera una servilleta usada.




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