Amelia
El zumbido del aire acondicionado en la oficina de Le Château Lumière es lo único que rompe el silencio, pero mi cabeza está tan llena de ruido que podría competir con una orquesta desafinada. Son las ocho de la noche, y estoy sentada en mi escritorio, rodeada de contratos que parecen burlarse de mi cansancio y un ordenador que parpade como si tuviera secretos que no quiere compartir. Acabo de salvar a Max por lo que parece la millonésima vez, trayendo a Diego Salazar como un conejo sacado de una chistera para cubrir su mentira sobre un “cliente VIP” y evitar que Clara descubriera lo de Vanessa Laurent. Pero en lugar de sentirme como una heroína, me siento como un paraguas viejo: útil en la tormenta, pero olvidado cuando sale el sol.
Los murmullos del salón llegan como un eco lejano, mezclados con el tintineo de copas y las risas de los clientes que no tienen idea del drama que se cuece detrás de escena. Anet está de vuelta en la recepción, después de su escapada de compras que casi provoca un huracán, y no ha perdido el tiempo en recordarme mi lugar. Hace diez minutos, irrumpió en la oficina con su bolso nuevo, que parece un trofeo de safari, y me soltó: “Amelia, tus papeles están desordenando mi sistema. Haz algo útil y déjalos en el archivo”. Como si yo fuera su asistente personal y no la secretaria de Max. Quiero replicar, pero mi lengua se enreda como siempre, y solo murmuro un “sí, claro” mientras mi cara arde como una bombilla sobrecargada.
Estoy organizando los contratos, intentando no pensar en el rumor del “romance secreto” que debe estar creciendo como un virus entre los camareros, cuando veo a Max salir del despacho con Salazar. Su traje azul oscuro abraza sus hombros como si fuera hecho por dioses, y su sonrisa es tan brillante que podría iluminar una cueva. Me lanza una mirada rápida, y por un segundo, creo que va a decir algo—un gracias de verdad, un reconocimiento por salvarlo. Pero solo asiente, con un “sigue así, Foster” que suena como una palmada en la espalda de un jefe distante. Y yo, como siempre, me quedo con el eco de su voz y un montón de facturas.
Me hundo en mi silla, y mi mente, como una traidora, me arrastra a un recuerdo que no pedí desenterrar. Tal vez es porque salvar a Max me recuerda lo mucho que siempre he querido encajar, ser vista, ser algo más que la chica que tropieza con su sombra. O tal vez es porque, en el fondo, sigo siendo esa adolescente que creía que un vestido y una sonrisa podían cambiar su destino. Y de repente, estoy allí, a los dieciséis años, en una noche que marcó mi corazón como un tatuaje que no se borra.
Flashback
Era un viernes de octubre, y yo era una adolescente desgarbada con brackets que brillaban como faros y una pasión por los libros que me hacía más amiga de las bibliotecas que de las personas. En el instituto, era “la nerd”, la que siempre levantaba la mano en clase pero nunca estaba en las listas de las fiestas. Hasta que un día, en el comedor, ocurrió algo que parecía un milagro. Carla y Sofía, las reinas de la popularidad con sus faldas cortas y sus risas que sonaban como campanas, se sentaron en mi mesa. Yo estaba luchando con un sándwich de atún que dejaba migas en mi sudadera, y casi me atraganto cuando Carla dijo:
—Amelia, eres súper lista. Deberías salir con nosotras este sábado. Hay una discoteca nueva, Eclipse. Va a ser épico.
Mi cerebro se quedó en blanco, como una pizarra borrada a medias. ¿Yo? ¿En una discoteca? ¿Con ellas? Sofía sonrió, mostrando unos dientes que parecían sacados de un anuncio, y añadió:
—Y oí que a Lucas Díaz le gustas. Quiere que vayas con él.
Lucas Díaz. El chico más guapo del instituto, con ojos color miel que hacían que las chicas escribieran su nombre en sus cuadernos. Era el capitán del equipo de fútbol, el que siempre tenía un chiste listo y un grupo de amigos que lo seguían como si fuera una estrella. Que yo, Amelia Foster, le gustara, era tan probable como que llovieran unicornios. Pero Carla y Sofía insistieron, con risas que sonaban como promesas, y yo, hambrienta de pertenecer, dije que sí.
Esa noche, en casa, mi madre notó mi nerviosismo mientras daba vueltas por mi cuarto como un hámster en una rueda. Mamá, con su delantal salpicado de salsa y su sonrisa que siempre me hacía sentir segura, se sentó en mi cama.
—¿Qué te pasa, mi cielo? —preguntó, apartándome un mechón de pelo de la cara—. Pareces a punto de descubrir un tesoro.
Se lo conté todo, con las palabras saliendo como un río desbordado: la invitación, Lucas, la discoteca. Sus ojos se iluminaron como si yo hubiera ganado la lotería.
—¡Mi niña, vas a deslumbrar! —dijo, levantándose como si tuviera una misión divina—. Vamos a prepararte. Serás la estrella de esa pista.
Mamá me llevó al armario, donde revolvió mi ropa como si buscara oro en un río. Encontró un vestido azul que había usado en una boda de una prima, con mangas largas y un escote que parecía diseñado para una novela de época. Para mí, era mágico, como algo que llevaría una princesa de cuento. Ahora sé que parecía sacado de una tienda de segunda mano para bibliotecarias victorianas. Mamá me sentó frente a su tocador, y con una paciencia que solo una madre tiene, me maquilló: una sombra plateada que me hacía parpadear, un delineador que me hizo estornudar, y un gloss pegajoso que sabía a cereza artificial.
—Estás hermosa, Amelia —dijo, mirándome como si yo fuera su obra maestra—. Ese Lucas no va a poder apartar los ojos de ti.
Me miré al espejo, y por un instante, creí que podía ser verdad. Mis gafas seguían allí, mis brackets también, pero el vestido y el maquillaje me hacían sentir como una versión mejor de mí. Alguien que podía bailar bajo luces de neón, reír con las chicas cool, y tal vez, solo tal vez, gustarle a Lucas Díaz.
El sábado, Carla y Sofía pasaron por mí en un coche que parecía demasiado brillante para mi barrio. Llevaban vestidos que parecían pintados sobre sus cuerpos, y sus risas eran tan agudas que podrían romper cristales. Me miraron, y Carla dijo:
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Editado: 17.07.2025