Max
El despacho de Le Château Lumière huele a café frío y a la tensión que dejo Clara como un perfume caro. Son las nueve de la noche, y estoy hundido en mi silla, con una pila de contratos firmados por Diego Salazar frente a mí como trofeos de una batalla que no gané yo. Amelia, esa máquina de resolver desastres con gafas torcidas, me salvó el pellejo otra vez, trayendo a Salazar como si hubiera invocado un milagro. Pero en lugar de sentir alivio, tengo un nudo en el estómago que no explica el whisky que no he tocado. Clara se fue hace media hora, con una mirada que prometía un interrogatorio futuro, y el rumor del “romance secreto” con Amelia debe estar corriendo por el restaurante como un incendio forestal.
Miro la foto enmarcada en mi escritorio: Clara y yo en una gala, ella con un vestido que parece tejido con estrellas, yo con una sonrisa que ahora me parece ensayada. Es perfecta, la mujer que cualquier hombre querría, la que mi madre, Beatriz, adora porque “mantiene el prestigio de los Roux”. Pero mientras miro sus ojos verdes en la foto, me pregunto si la quiero o si solo estoy siguiendo un guion que alguien escribió para mí. Y entonces, como si mi mente quisiera castigarme, me arrastra al pasado, a una época en la que era el rey de un castillo que construí con risas crueles y apuestas estúpidas.
Flashback
Tenía diecisiete años, y era el dios indiscutible del instituto Saint Laurent, un lugar donde el dinero y el carisma eran la moneda de cambio. Mi cabello era un arte cuidadosamente desordenado, mi chaqueta de cuero era mi armadura, y mi sonrisa era un pase libre para cualquier puerta. Era el capitán del equipo de baloncesto, el que organizaba las fiestas que todos recordaban, el que tenía a las chicas escribiendo mi nombre en sus agendas. Mis amigos, Nico y Raúl, eran mi corte, siempre listos para seguir mis bromas como si fueran órdenes reales.
En el comedor, éramos los dueños de la mesa junto a la ventana, donde el sol nos hacía parecer estrellas de cine. Las chicas populares—Lucía, Martina—reían con nosotros, lanzándome miradas que yo sabía interpretar como trofeos. Pero los “nerds”, los que llevaban mochilas llenas de libros y camisetas de bandas que nadie conocía, eran nuestro entretenimiento. No lo admitía entonces, pero ahora sé que los veía como piezas en un juego que siempre ganaba.
Un día, Nico señaló a un chico en la esquina del comedor. Se llamaba Simón, un flacucho con gafas de montura gruesa y una camiseta que decía “Piensa en binario”. Estaba leyendo un libro de ciencia ficción, ajeno al mundo, con un sándwich a medio comer que parecía más triste que él.
—Mira al friki —dijo Nico, con una risa que sonaba como un claxon—. Apuesto a que nunca ha hablado con una chica.
Raúl, masticando patatas fritas, añadió:
—Diez euros a que no va a la fiesta de este viernes. Ni aunque lo invitemos.
Yo, con la arrogancia de un rey adolescente, vi una oportunidad. Las fiestas en el sótano de mi casa eran legendarias, y llevar a un “nerd” sería como soltar un pez en una jaula de tiburones. Pero no bastaba con invitarlo. Quería un espectáculo.
—Hagamos una apuesta —dije, inclinándome como si planeara un atraco—. Yo convenzo a Simón de que venga a la fiesta, y que crea que Lucía está interesada en él. Si lo logro, me pagáis veinte euros cada uno. Si no, os invito las pizzas el próximo mes.
Nico y Raúl rieron, chocando puños como si acabara de proponer un plan maestro. Lucía, que estaba a mi lado pintándose las uñas, arqueó una ceja.
—¿Yo? ¿Con ese? —dijo, con una risa que cortaba como vidrio—. Max, eres cruel. Pero está bien, lo haré por ti.
Esa tarde, en el pasillo, me acerqué a Simón, que estaba luchando con una taquilla que parecía odiarlo. Le di una palmada en la espalda, y él saltó como si lo hubiera electrocutado.
—Simón, amigo —dije, con mi sonrisa de vendedor de coches—. Este viernes hay fiesta en mi casa. Tienes que venir. Lucía me dijo que le pareces… interesante.
Sus ojos, enormes detrás de las gafas, parpadearon como si procesaran un error.
—¿Lucía? —balbuceó, con una voz que temblaba como una cuerda floja—. ¿Lucía Vargas?
—La misma —mentí, apoyándome en la taquilla como si fuera el dueño del mundo—. Dice que le gustan los chicos listos. Ven, no me hagas rogar.
Simón tragó saliva, y su cara pasó por todos los colores del arcoíris. Asintió, murmurando un “vale” que sonaba como un sueño. Y yo, sintiéndome como un genio, supe que había ganado la apuesta antes de empezar.
El viernes, mi sótano estaba lleno de luces estroboscópicas y música que hacía vibrar las paredes. Los chicos bebían refrescos mezclados con lo que Raúl había robado del bar de su padre, y las chicas bailaban como si estuvieran en un videoclip. Simón llegó, con una camisa a cuadros que parecía planchada por su madre y un peinado que gritaba esfuerzo. Lo vi en la entrada, aferrado a un vaso de plástico, mirando el caos como si hubiera aterrizado en Marte.
Le hice una seña a Lucía, que se acercó a Simón con un vestido que parecía diseñado para provocar infartos. Le sonrió, tocándole el brazo, y le dijo algo que no oí pero que hizo que Simón se pusiera rojo como un semáforo. Bailaron, o más bien, Simón intentó seguirle el paso mientras ella giraba como una reina. Yo, desde el sofá, chocaba puños con Nico y Raúl, sintiéndome como el director de una comedia cruel.
Pero entonces, llegó el momento que había planeado. Hice una señal a Raúl, que subió el volumen de la música y gritó:
—¡Oye, Simón! ¿Cómo convenciste a Lucía? ¿Con un libro de matemáticas?
La sala estalló en risas, y Lucía se apartó, con una sonrisa que era puro veneno.
—Tranquilo, Simón —dijo, lo bastante alto para que todos oyeran—. Fue una apuesta. Max me pagó para bailar contigo.
Simón se congeló, con el vaso temblando en su mano. Sus gafas reflejaban las luces, pero sus ojos eran un pozo de humillación. La gente reía, señalándolo, y alguien gritó: “¡Vuelve a tu laboratorio, friki!”. Simón dejó el vaso en una mesa, con un movimiento tan lento que parecía una rendición, y salió corriendo, tropezando con un cable en la escalera. Las risas lo siguieron como una jauría.
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Editado: 14.07.2025