Cuidado con la Nerd

Capítulo 14: El calor de las amigas

Amelia

El ventilador de la oficina de Le Château Lumière zumbaba como un mosquito insistente, pero no hacía nada contra el calor que me subía por la nuca. Eran las once de la mañana, y yo, Amelia Foster, estaba enterrada en una montaña de facturas y correos, intentando no pensar en el nudo que me apretaba el pecho desde anoche. Max estaba en una reunión con un proveedor en el despacho, Clara rondaba el restaurante como un halcón con tacones, y el rumor del “romance secreto” entre Max y yo seguía creciendo como una planta venenosa que Anet regaba con gusto. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que, después de salvar a Max con Diego Salazar y soportar las pullas de Anet, seguía siendo la misma nerd invisible, la que arreglaba desastres pero nunca recibía un aplauso.

Estaba revisando un contrato cuando Clark, el maître con aires de aristócrata y una sonrisa que parecía dibujada con mala intención, entró en la oficina. Llevaba su chaleco impecable, como si el calor no lo tocara, y una carpeta que agitó frente a mí como si fuera un abanico.

—Amelia, querida —dijo, con un tono que destilaba veneno dulce—. ¿Podrías explicarme por qué el correo de Salazar acabó en mi bandeja? Porque, según parece, alguien está jugando a ser más que una simple secretaria.

Mi corazón se detuvo, como si alguien hubiera pulsado un botón de apagado. Clark sabía que ese correo lo había enviado yo para salvar a Max, pero su sonrisa decía que no buscaba explicaciones, sino sangre. Antes de que pudiera responder, Anet irrumpió, con su bolso nuevo colgando como un trofeo y Clara a su lado, con un vestido negro que parecía diseñado para intimidar.

—¿Qué pasa, Clark? —preguntó Anet, con una risita que sonaba como uñas en una pizarra—. ¿La nerd otra vez metiendo la pata?

Clara cruzó los brazos, con una ceja arqueada que podría cortar vidrio.

—Amelia, si vas a “gestionar” clientes VIPes, al menos hazlo sin causar un desastre —dijo, con una voz tan fría que sentí un escalofrío—. Max ya tiene bastante con sus… reuniones.

Las risas de Anet y Clark me golpearon como una bofetada, y mi cara ardió como si estuviera bajo un reflector. Quise replicar, decir que ese correo había evitado que Clara descubriera lo de Vanessa, que estaba haciendo mi trabajo y más, pero mi lengua se enredó como siempre, y solo balbuceé:

—Fue… un error. Lo siento.

Clark soltó una risa que resonó como un gong, y Anet añadió, inclinándose hacia mí:

—Un error tras otro, Amelia. Tal vez deberías volver a la biblioteca, ¿no?

Estaba a punto de hundirme en mi silla, deseando que el suelo me tragara, cuando una voz cortó el aire como un látigo.

—¡Basta, Clark! —gritó Gloria, entrando en la oficina con una bandeja vacía y una mirada que podría derretir acero—. Si tienes un problema con los correos, habla con Max, no con Amelia, que hace tu trabajo y el de todos.

Zianna, que estaba detrás de ella con un delantal salpicado de salsa, asintió con una furia que hacía temblar sus pendientes.

—Y tú, Anet, cierra esa boca antes de que alguien te la cierre —dijo, señalándola con un dedo que parecía una espada—. Amelia nos salva el pellejo mientras tú cazas bolsos. ¿Quieres hablar de errores? Mira tu libreta de reservas.

El silencio que siguió fue tan denso que podría haberlo cortado con un cuchillo. Clark parpadeó, como si no esperara un contraataque, y Anet se puso roja como un tomate. Clara, con una sonrisa tensa, murmuró algo sobre “bajar el tono” y salió, dejando un rastro de perfume caro. Clark se aclaró la garganta, dejó la carpeta en mi escritorio, y se fue con una excusa sobre “controlar el salón”. Anet, con un bufido, salió tras él, murmurando algo sobre “insubordinación”.

Me quedé allí, con el corazón latiendo como un tambor, mirando a Gloria y Zianna como si fueran superheroínas con delantales. Gloria, con su cabello rizado escapando de una coleta, me dio un codazo amistoso.

—Nerd, no dejes que esos idiotas te pisen —dijo, con una sonrisa que brillaba como el chandelier del salón—. Eres la que mantiene este lugar a flote.

Zianna asintió, cruzándose de brazos.

—Y si Anet vuelve a abrir la boca, le escondo ese bolso ridículo en el congelador —añadió, con una risa que me hizo soltar una carcajada, aunque aún temblaba.

—Gracias —murmuré, ajustándome las gafas—. No sé qué decir.

—No digas nada —respondió Gloria, guiñándome un ojo—. Mejor ven a comer con nosotras al mediodía. Hay un café al lado que hace unos sándwiches de muerte. Y no aceptamos un no.

Por primera vez en mucho tiempo, sentí un calor en el pecho que no era vergüenza ni nervios. Era algo nuevo, algo que se parecía a… pertenecer.

Al mediodía, las tres estábamos apretadas en una mesa del Café Lumière, un lugar con mesas de madera y un olor a pan recién horneado que me hacía olvidar el caos del restaurante. Gloria devoraba un sándwich de pollo como si fuera una misión, mientras Zianna pinchaba una ensalada con una precisión quirúrgica. Yo, con un café que quemaba mis dedos y un bocadillo de queso, intentaba no sonreír demasiado, pero era difícil.

—Entonces —dijo Gloria, limpiándose la boca con una servilleta—, ¿qué hacemos con Anet? Porque esa chica es un virus con tacones.

Zianna rió, casi atragantándose con una lechuga.

—Propongo cambiarle el café por descafeinado —dijo, con una chispa traviesa en los ojos—. O escondemos su libreta y la reemplazamos con una llena de garabatos.

—O —añadí, sorprendida por mi propia audacia—, ponemos una alarma en su bolso que suene cada hora. Dirá que es “alta costura sonora”.

Las tres estallamos en risas, tan fuertes que el camarero nos miró con una mezcla de diversión y susto. Entre bocado y bocado, Gloria soltó un chisme jugoso sobre Leo, que al parecer había intentado coquetear con una clienta y acabó con una copa de vino en la cara. Zianna contraatacó con una historia sobre Paul, que se había quedado atrapado en el almacén por no leer las instrucciones de la puerta.




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