Cuidado con la Nerd

Capítulo 18: Bajo las luces

Amelia

El comedor de Le Château Lumière estaba transformado en un sueño de luces y colores, como si hubiera robado un pedazo de un festival de verano. Las mesas estaban cubiertas con manteles dorados, las velas parpadeaban como estrellas atrapadas, y una banda de jazz tocaba en un rincón, llenando el aire con notas suaves. Eran las siete de la noche, y yo, Amelia Foster, estaba en el centro de mi propio caos, con un portapapeles que pesaba como mi ansiedad y un vestido azul que Penelope había insistido en que usara, diciendo que “por una noche, no seas una nerd invisible”. Esta era mi gran idea: un evento de “Noche de Sabores”, con un menú especial y descuentos para atraer clientes y salvar al restaurante de la quiebra que acechaba como un lobo. Pero, como siempre, nada salía según el plan.

Corría entre las mesas, revisando reservas, cuando Gloria se acercó, con su delantal impecable y una sonrisa que era puro apoyo.

—Amelia, esto está quedando increíble —dijo, dándome un codazo—. Pero relájate, pareces un colibrí con cafeína. ¿Dónde está Zianna?

—Coordinando la cocina —respondí, ajustándome las gafas, que seguían torcidas a pesar de mis esfuerzos—. Pero algo no cuadra. Las reservas están mal, hay mesas vacías que deberían estar llenas.

Antes de que Gloria pudiera responder, Anet apareció, con un vestido rojo tan ajustado que parecía pintado y unos tacones que resonaban como martillos. Su libreta de reservas estaba abierta, pero su sonrisa era puro veneno.

—Amelia, querida, ¿problemas? —dijo, con una voz que goteaba sarcasmo—. Tal vez si no estuvieras tan ocupada coqueteando con el jefe, las cosas funcionarían mejor.

Mi cara ardió, y el rumor del “romance secreto”, avivado por esa foto borrosa que Anet difundió, me golpeó como una bofetada. Quise replicar, pero un crujido seguido de un grito cortó el aire. Anet’s tacón izquierdo se rompió, y ella se tambaleó como un árbol en una tormenta, aferrándose a una mesa y derramando una copa de vino sobre un cliente. El hombre, con una camisa ahora manchada, gritó algo sobre “incompetencia”, y Gloria soltó una risita que intentó disimular con una tos.

—¡Malditos tacones baratos! —farfulló Anet, cojeando hacia la recepción con una furia que hacía temblar sus pendientes.

—Karma, ¿verdad? —susurró Gloria, guiñándome un ojo antes de correr a calmar al cliente.

Pero no tuve tiempo de reírme. Un camarero nuevo, Tomás, un chico de cabello rizado y sonrisa fácil que había empezado esta semana, se acercó con una bandeja vacía y una mirada que era más cálida de lo necesario.

—Amelia, estás haciendo un milagro aquí —dijo, apoyándose en una columna—. Oye, si necesitas un respiro, puedo cubrirte. O, no sé, tomar un café después del turno. ¿Qué dices?

Parpadeé, con mi cerebro procesando sus palabras como una computadora vieja. ¿Estaba… coqueteando? Antes de que pudiera responder, vi a Max al otro lado del comedor, hablando con un grupo de clientes VIP. Sus ojos, que normalmente brillaban como un faro, se clavaron en Tomás y en mí, y su mandíbula se tensó como si hubiera mordido un limón. ¿Estaba… celoso? Mi corazón dio un salto, pero lo reprimí. Max era mi jefe, comprometido con Clara, y yo no era más que la nerd que arreglaba sus desastres.

—Eh, gracias, Tomás —balbuceé, ajustándome las gafas—. Pero estoy bien. Tengo que revisar las reservas.

Tomás sonrió, encogiéndose de hombros, y se alejó, dejando un rastro de colonia fresca. Max, todavía mirándonos, dio un paso hacia mí, pero antes de que pudiera alcanzarme, Clara apareció, con un vestido plateado que destellaba como una armadura y una sonrisa que era puro hielo.

—Amelia, ¿qué es este desastre? —dijo, señalando las mesas vacías con un gesto teatral—. ¿No eras tú la genio detrás de este evento? Porque parece que alguien no sabe hacer su trabajo.

Mi estómago se retorció. Corrí a la recepción, revisando la lista de reservas, y mi corazón se hundió. Los nombres estaban cambiados, las mesas mal asignadas, y varias reservas importantes habían desaparecido. Esto no era un error. Era sabotaje.

—Clara, ¿tú hiciste esto? —pregunté, con una voz que temblaba de rabia.

Ella arqueó una ceja, con una sonrisa que podría haber congelado el jazz.

—¿Yo? —dijo, con fingida inocencia—. Amelia, no culpes a otros por tus fallos. Tal vez si no estuvieras tan ocupada con Max, esto no habría pasado.

Antes de que pudiera responder, Zianna salió de la cocina, con un delantal salpicado de salsa y una mirada que decía “se acabó la paciencia”.

—Clara, déjala en paz —espetó, cruzándose de brazos—. Amelia está salvando este lugar mientras tú juegas a la reina. Y esas reservas… sé que las cambiaste. Anet me lo dijo.

Clara palideció, pero antes de que pudiera replicar, un grito atravesó el comedor. Vanessa, la pianista con la que Max tuvo un desliz, estaba en la entrada, con un vestido verde esmeralda y una furia que hacía temblar las lámparas. Max, que había estado acercándose, se congeló, con los ojos abiertos como platos.

—¡Max Roux, no puedes ignorarme! —gritó Vanessa, avanzando hacia él como un misil.

El comedor entero se giró, y Clara’s cabeza giró tan rápido que pensé que se rompería el cuello. Max, con una velocidad que no le conocía, corrió hacia Vanessa, la agarró del brazo y la arrastró hacia su despacho, cerrando la puerta con un golpe que resonó como un trueno. Clara lo siguió, pero Max le gritó algo sobre “un asunto de trabajo”, y ella se quedó fuera, con los puños apretados.

—¿Qué fue eso? —susurró Gloria, apareciendo a mi lado con una bandeja.

—No lo sé —mentí, aunque mi mente gritaba “desastre”. Max estaba escondiendo a Vanessa de Clara, y yo sabía por qué. Pero no había tiempo para chismes. Tenía un evento que salvar.

Llamé a Penelope, que llegó en media hora, con su cabello rojo en un moño caótico y una laptop bajo el brazo.

—Amelia, esto es un circo —dijo, riendo mientras revisaba las reservas en mi portátil—. Pero tranquila, podemos arreglarlo. Llama a los clientes, reasigna las mesas, y yo hackeo… digo, organizo el sistema.




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