Cuidado con la Nerd

Capítulo 21: Un beso en la penumbra

Max

Eran las once de la noche y yo estaba al borde de un colapso nervioso, como siempre, con una pila de facturas en una mano y el peso de mil errores en la otra. El turno en Le Château Lumière había sido un desastre, y mi cabeza era un caos de números rojos, chismes y una secretaria nerd que no podía sacarme de la mente. Amelia Foster, con sus gafas torcidas y su portapapeles eterno, había estado salvándome el pellejo desde que llegué como director. Pero desde que Leo me convenció de “controlarla” con flores y “cariño”, todo se había torcido. Cada vez que la miraba, sentía un nudo en el pecho que no era parte del plan. Y ahora, con miradas de Clara de hielo y los rumores del “romance secreto” corriendo como fuego, estaba perdiendo el control.

El día había sido un infierno. Un cliente VIP devolvió un plato de risotto tres veces, diciendo que “faltaba pasión”, como si yo pudiera cocinarle un poema. Anet, todavía furiosa por su humillación con la purpurina, había mezclado las reservas, sentando a dos familias en la misma mesa. Gloria y Zianna corrieron a apagar el incendio, mientras Amelia negociaba con el cliente, ofreciéndole un postre gratis con una calma que me dejó boquiabierto. Pero lo que realmente me sacó de quicio fue Tomás, el camarero nuevo con cara de galán de telenovela, que decidió que el final del turno era el momento perfecto para coquetear con Amelia.

Estaba revisando una factura en la recepción cuando lo vi. Tomás, apoyado en el mostrador como si fuera el dueño del lugar, le sonreía a Amelia con un brillo en los ojos que me puso los nervios de punta.

—Amelia, eres increíble —dijo, con un tono que era puro aceite—. Salvas este lugar y sigues siendo… no sé, adorable. ¿Te invito un café después? Solo nosotros, sin facturas.

Amelia, con su portapapeles apretado como un escudo, se sonrojó, ajustándose las gafas como si quisiera desaparecer.

—Eh, gracias, Tomás, pero estoy ocupada —murmuró, dando un paso atrás—. Hay mucho que cerrar.

Tomás no captó la indirecta. Se acercó más, con una sonrisa que me dio ganas de tirarle una bandeja.

—Vamos, no seas tan seria —insistió, bajando la voz—. Eres la estrella aquí. Mereces divertirte un poco. Te mostraré que significa "divertirse con un hombre de verdad", lo pillas.

Algo en mí se rompió. No sé si fue el cansancio, los chismes, o el hecho de que Amelia, con su blusa arrugada y su mirada tímida, no merecía ser acorralada por un tipo como Tomás. Pero antes de pensarlo, estaba entre ellos, con una furia que apenas reconocía.

—Tomás, ¿no tienes vasos que recoger? ¿O te asigno los turnos extra? —espeté, con una voz que salió más dura de lo que esperaba.

Tomás levantó las manos, con una risa que era más desafío que disculpa.

—Tranquilo, jefe, solo charlaba —dijo, guiñándole un ojo a Amelia—. No sabía que eras tan protector con tu… secretaria.

La palabra “secretaria” sonó como un insulto, y el comedor, aunque casi vacío, se llenó de ojos curiosos. Anet, que limpiaba una mesa cercana, soltó una risita que era puro veneno, y supe que mañana los chismes del “romance secreto” tendrían un nuevo capítulo. Amelia se sonrojó, con los ojos fijos en el suelo, y la humillación en su rostro me golpeó como un puñetazo.

—Amelia no es solo una secretaria —gruñí, dando un paso hacia Tomás—. Es la razón por la que este lugar no se ha derrumbado. Muéstrale respeto o estás fuera.

Tomás parpadeó, sorprendido, pero mi mirada no dejaba lugar a réplicas. Con un encogimiento de hombros, murmuró algo sobre “solo bromeaba” y se fue a la cocina, dejando un silencio pesado. Gloria y Zianna, que habían visto todo desde una esquina, intercambiaron sonrisas, y Zianna susurró algo sobre “el jefe marcando territorio”. Anet, con su libreta bajo el brazo, me lanzó una mirada que prometía más rumores. Clara se enterará de esto en 1..2...3, da igual.

Me giré hacia Amelia, que seguía aferrada a su portapapeles, con las mejillas rojas y los ojos brillantes de algo que no podía leer.

—¿Estás bien? —pregunté, suavizando la voz, aunque mi corazón latía como si hubiera corrido una maratón.

Ella asintió, ajustándose las gafas con un movimiento nervioso.

—S-sí, señor Roux —dijo, con una voz temblorosa—. Gracias por… intervenir.

—Max —corregí, con una sonrisa que salió más tensa de lo que quería—. Llámame Max, por favor. Y no lo hice solo por el restaurante, Amelia. Tú… mereces más que eso.

Sus ojos se encontraron con los míos, y por un segundo, el mundo se redujo a ella: su cabello desordenado, sus gafas torcidas, la forma en que su timidez escondía una fuerza que me tenía desarmado. Quise decir algo más, pero las palabras se atascaron, y solo señalé la puerta trasera.

—Vamos a cerrar —dije, con el pulso acelerado—. Quédate un momento, ¿sí?

Amelia asintió, y mientras los últimos camareros salían, el silencio nos envolvió. Gloria y Zianna se fueron riendo, bromeando sobre el “show de Tomás”, y Anet salió con una última mirada de desprecio. Cerré la puerta principal con un clic que resonó como un tambor, y cuando me giré, Amelia estaba allí, con su portapapeles todavía en las manos, bajo la luz tenue de una lámpara de emergencia.

—Max, yo… no quería causar problemas —dijo, con la voz baja pero firme—. Tomás solo estaba siendo… no sé, amable.

—Amable, no es lo que vi —respondí, acercándome sin darme cuenta—. Ese tipo no te respeta, Amelia. Y yo… no podía quedarme callado. Deberías tener más cuidado con los hombres que te rodean.

Ella levantó la vista, y sus ojos, detrás de esas gafas torcidas, eran llenas de confusión y timidez. No sé qué me pasó. Ninguna mujer en este mundo tenía vergüenza de mirarme en los ojos. Tal vez fue el estrés del turno, los chismes que me perseguían, o la forma en que ella me miraba, como si viera al Max que no era jefe, ni prometido, ni un desastre fingiendo control. Pero algo dentro de mí se rompió, y antes de que pudiera pensarlo, mis manos estaban en sus mejillas, y mis labios encontraron los suyos.




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