Amelia
estaba sentada en el sofá de mi pequeño apartamento, con un cuaderno lleno de números, un portátil que zumbaba como un abejorro y un corazón que no dejaba de latir como si quisiera escapar. Las margaritas que Max me había regalado seguían en un jarrón sobre la mesa, con los pétalos blancos como pequeños faros que me recordaban el beso de anoche. Ese beso. Sus labios, suaves y urgentes, habían encendido un incendio en mí que no podía apagar. Max Roux, mi jefe, el hombre que todas querían, me había besado en el comedor vacío de Le Château Lumière, y aunque luego balbuceó algo sobre Clara, su prometida, ese momento era mío, un tesoro que guardaba en una caja fuerte dentro de mi pecho. Estaba tan enamorada que apenas podía respirar, pero no se lo había contado a nadie. Ni a Gloria, ni a Zianna, ni siquiera a Penelope, que estaba a punto de llegar.
Mi apartamento olía a café y a las galletas de vainilla que mi madre había dejado en su última visita. Estaba trabajando en un informe para la reunión del lunes con los proveedores, un documento que iba a ser mi obra maestra. Quería que Max lo viera y pensara: “Amelia es indispensable”. No solo porque era mi trabajo, sino porque cada número, cada gráfico, era una forma de acercarme a él, de demostrarle que valía la pena, aunque mi cabeza gritara que ese beso era un error. Ajusté mis gafas, que se deslizaban como siempre, y revisé las cifras de los costos de los proveedores, buscando formas de ahorrar sin sacrificar calidad. Si lograba impresionar a Max, tal vez él me miraría como lo hizo anoche, con esos ojos azules que parecían ver más allá de mi blusa arrugada y mi torpeza.
El timbre sonó, y Penelope entró como un torbellino, con su cabello rojo en un moño desordenado y una bolsa de donuts que dejó caer en la mesa.
—Amelia, ¡pareces un zombi enamorado! —dijo, tirándose en el sofá a mi lado—. ¿Qué te pasa? Estás mirando ese cuaderno como si fuera un poema de amor.
Me sonrojé, empujando el portátil para disimular. Penelope, mi mejor amiga desde la universidad, tenía un radar para detectar mis secretos, pero no podía contarle lo del beso. No aún. Era demasiado frágil, como un castillo de naipes que se derrumbaría si lo tocaba.
—Solo estoy trabajando —mentí, ajustándome las gafas—. Es un informe importante para el restaurante. Hay una reunión mañana, y quiero que sea perfecto.
Penelope arqueó una ceja, robando una galleta del plato.
—Claro, porque pasarte el domingo con números es súper normal —dijo, con una sonrisa que era puro interrogatorio—. Vamos, Amelia, suéltalo. ¿Es por tu jefe buenorro? ¿Ese tal Max? Porque llevas semanas con cara de telenovela.
Mi cara ardió, y negué con la cabeza tan rápido que casi se me caen las gafas.
—¡No es nada! —dije, con una voz que sonó como un chillido—. Solo… me dio unas flores por el evento, y ya sabes, es amable. Eso es todo.
Penelope rió, inclinándose hacia mí como si fuera a arrancarme una confesión.
—Flores, ¿eh? —dijo, mordiendo un donut con un brillo en los ojos—. Y apuesto a que te llama “cariño” y te guiña el ojo. Amelia, estás colada por él. Admítelo, soy tu mejor amiga. No voy a chismear como esas víboras de tu trabajo.
Quise protestar, pero la imagen de Max, con su camisa azul y su sonrisa que derretía glaciares, llenó mi cabeza. El beso volvió como un relámpago: su mano en mi mejilla, el calor de sus labios, la forma en que me miró como si yo fuera más que la nerd con el portapapeles. Pero luego dijo “Clara”, y mi corazón se estrelló. No podía contárselo a Penelope, no cuando ni yo entendía qué significaba.
—Pen, no hay nada que contar —dije, mirando el portátil para escapar de su mirada—. Solo quiero hacer bien mi trabajo. Este informe podría salvar el restaurante de un aprieto con los proveedores.
Ella suspiró, dándome un codazo.
—Eres un caso perdido —dijo, con una risa que era mitad cariño, mitad exasperación—. Pero oye, si ese Max no ve lo increíble que eres, es un idiota. Y si te rompe el corazón, le hackeo el teléfono y lo lleno de memes de gatos.
Reí, aunque mi pecho dolía. Penelope siempre sabía cómo sacarme una sonrisa, pero no podía confesarle que Max ya tenía mi corazón, y que el beso de anoche lo había cambiado todo. Pasamos la tarde trabajando en el informe, con Penelope haciendo bromas sobre mis tablas de Excel y yo tratando de no pensar en Max. Cada número que ajustaba, cada gráfico que perfeccionaba, era para él. Quería que me viera, que me necesitara, aunque sabía que era un sueño imposible.
El informe estaba casi listo para las seis de la tarde. Había encontrado una forma de reducir los costos de los proveedores en un 8% sin afectar la calidad, y había añadido un plan para renegociar con los distribuidores de vino, algo que sabía que impresionaría a Max. Estaba tan inmersa en mi trabajo que no escuché la puerta abrirse hasta que mi madre, Elena, entró con una bandeja de empanadas caseras.
—Amelia, ¿sigues con esos papeles? —dijo, dejando la bandeja en la mesa con una mirada de preocupación—. Estás en las nubes desde ayer. ¿Qué te pasa, pequeña?
Mi padre, Luis, entró detrás de ella, con su periódico bajo el brazo y una ceja arqueada.
—Es verdad —dijo, sentándose en una silla—. Anoche llegaste como si hubieras visto un fantasma. Y hoy estás mirando ese jarrón como si las flores hablaran. ¿Todo bien en el restaurante?
Mi cara ardió, y ajusté mis gafas para ganar tiempo. No podía contarles lo del beso, ni lo de Max, ni cómo cada “cariño” suyo era un tesoro que guardaba en secreto. Mis padres siempre habían sido mi apoyo, y la promesa que les hice de darles una noche en un lugar como Le Château Lumière era mi motor. Pero mi amor por Max era un secreto demasiado grande, demasiado frágil.
—Solo estoy cansada —mentí, forzando una sonrisa—. El turno de ayer fue intenso, y este informe es importante. Quiero hacerlo perfecto.
Mi madre se cruzó de brazos, con esa mirada que veía a través de mí.
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Editado: 25.07.2025