Max
Mi cabeza era un caos de facturas sin pagar, rumores que quemaban como pólvora, y el recuerdo de un beso que no podía borrar. Amelia Foster, mi secretaria de gafas torcidas, me había desarmado anoche con su timidez y su fuerza, y ese beso en el comedor vacío había sido un error que no podía sacarme del corazón. Pero ahora, con la reunión de proveedores a horas de empezar, Clara estaba frente a mí, con los brazos cruzados y una mirada que podría cortar diamantes. Anet, la reina del veneno, le había ido con el cuento del sábado: Tomás coqueteando con Amelia, yo saltando como un caballero medieval, y los chismes del “romance secreto” que ya eran un incendio. Y Clara, mi prometida, estaba lista para declarar la guerra.
—¿Qué demonios te pasa, Max? —espetó Clara, con una voz que vibraba de furia—. Anet me lo contó todo. ¿Defendiendo a esa nerd como si fuera tu gran amor? ¿En frente de todos? ¿Crees que soy idiota?
Estábamos en mi despacho, con la puerta cerrada, pero su voz era tan afilada que seguro se oía hasta la cocina. Me pasé una mano por el pelo, buscando palabras que no me metieran en más problemas.
—Clara, no es lo que piensas —dije, con un tono que sonó más débil de lo que quería—. Tomás estaba acosando a Amelia, y ella es mi empleada. No podía quedarme de brazos cruzados.
Clara soltó una risa que era puro hielo, acercándose hasta que su perfume, dulce y agobiante, llenó el aire.
—¿Tu empleada? —repitió, con un desprecio que me hizo apretar los dientes—. No me hagas reír. Todo el restaurante habla de tus “cariño” y tus flores. Esa nerd se cree la protagonista de una novela, y tú se lo estás permitiendo. Pero te lo advierto, Max: Amelia va a pagar por esto. Nadie me humilla así.
Mi estómago se retorció. La idea de Clara atacando a Amelia, con su portapapeles y su mirada tímida, me puso los nervios de punta. Amelia no merecía esto. Ella era la que mantenía este lugar a flote, la que negociaba con proveedores y calmaba clientes furiosos. Pero también era la mujer que había besado, y ese secreto pesaba como una losa.
—Clara, estás exagerando —dije, levantándome para poner distancia—. No hay nada entre Amelia y yo. Son chismes de Anet, y tú lo sabes. Ella solo quiere drama.
Clara me miró como si fuera un insecto, con los labios apretados.
—No me mientas, Max —siseó—. Sé lo que vi. Y si crees que voy a dejar que esa secretaria insignificante se meta en mi vida, estás muy equivocado. Arregla esto, o lo haré yo.
Sin darme tiempo a responder, giró sobre sus tacones y salió, dejando la puerta abierta y un eco de su perfume que me dio ganas de abrir la ventana. Me dejé caer en la silla, con el corazón acelerado y la cabeza hecha un nudo. Clara no bromeaba, y Amelia estaba en su mira. Pero lo peor era que no podía negar la verdad: ese beso no había sido solo un impulso. Había sentido algo, algo real, y no sabía cómo manejarlo. Plan de Leo de “seducir al monstruo” para controlar a Amelia se me estaba yendo de las manos, y yo era el que estaba atrapado.
Antes de que pudiera ordenar mis pensamientos, Leo entró sin tocar, con una sonrisa que era puro sarcasmo y una caja de cartón bajo el brazo. Se dejó caer en la silla frente a mí, cruzando las piernas como si fuera el rey del mundo.
—Vaya, Max, qué cara de funeral —dijo, con una risa que me dio ganas de tirarle un boli—. ¿Qué pasó? ¿Clara te dio el ultimátum? Porque, amigo, te ves como si hubieras perdido una guerra.
—Clara está furiosa —admití, frotándome la frente—. Anet le contó lo del sábado, y ahora cree que Amelia y yo… no sé, que estamos en una novela romántica. Amenazó con hacerla pagar.
Leo soltó un silbido, inclinándose hacia mí con un brillo en los ojos.
—Clara contra la nerd, ¡qué espectáculo! —dijo, riendo—. Apuesto a que Clara la aplasta como a una mosca. Pero, oye, ¿desde cuándo eres el caballero de Amelia? ¿No se supone que solo estás fingiendo? Porque esa defensa heroica suena a algo más.
Mi cara ardió, y me giré hacia la ventana para disimular. Leo tenía un don para meter el dedo en la llaga, y lo del beso era un secreto que no podía compartir. Ni siquiera sabía qué sentía por Amelia, pero cada vez que recordaba sus labios, mi corazón daba un vuelco.
—No es nada, Leo —mentí, con una voz que sonó tensa—. Solo hice mi trabajo. Amelia es… importante para el restaurante. Eso es todo.
Leo arqueó una ceja, claramente no convencido.
—Claro, y yo soy el Papa —dijo, abriendo la caja con un gesto teatral—. Mira, Max, te lo dije: Amelia es el monstruo que sabe demasiado. Facturas, proveedores, el desastre de Vanessa… ella lo tiene todo en esa cabecita nerd. Por eso el plan sigue en pie. Tienes que mantenerla de tu lado, y yo te traje refuerzos.
Sacó un ramo de tulipanes rosados y un peluche de un osito con un corazón que decía “Eres especial”. Los dejó en mi escritorio como si fueran un trofeo, y mi estómago se hundió. Más regalos. Más fingimiento. Pero después del beso, la idea de darle flores a Amelia se sentía como traicionar algo, aunque no sabía qué.
—Leo, esto es demasiado —dije, empujando el peluche como si quemara—. Ya le di flores. Y con Clara respirándome en la nuca, esto va a empeorar todo.
Leo rió, recostándose en la silla con una mano en el pecho.
—Ay, Max, qué drama —dijo, imitando la voz de Clara—. Mira, Clara es un volcán, pero Amelia es tu arma secreta. Dale los tulipanes, dile “cariño” con esa sonrisa tuya, y la tendrás comiendo de tu mano. Además, el peluche es un toque maestro. ¿Quién resiste un osito?
Quise protestar, pero Leo levantó una mano, sacando un sobre del bolsillo.
—Una cosa más —dijo, con un tono más serio—. Aquí tienes una instrucción. Léela cuando tengas tiempo, pero no ahora. Es el siguiente paso del plan. Confía en mí, Max. Esto es por el restaurante.
Dejó el sobre en el escritorio, junto a los tulipanes y el peluche, y se levantó con una sonrisa que era mitad amigo, mitad conspirador.
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Editado: 25.07.2025