Amelia
Caminaba hacia Le Château Lumière con un corazón que parecía flotar en una nube de algodón de azúcar. Mis pasos eran ligeros, casi como si bailara, y el sol de la mañana pintaba las calles con un brillo que parecía celebrar mi amor. Max Roux me había besado el sábado por la noche, un beso que aún ardía en mis labios como una promesa secreta. Sus manos en mis mejillas, su voz temblorosa diciendo mi nombre, la forma en que me miró como si yo fuera más que la secretaria torpe con gafas torcidas… todo eso era un tesoro que guardaba en mi alma. Sí, había mencionado a Clara, su prometida, y sí, mi cabeza me gritaba que era un error, pero mi corazón estaba demasiado enamorado para escuchar. Max era mi mundo, y cada “cariño”, cada flor, cada mirada suya, era una chispa que alimentaba mi esperanza.
Llevaba mi informe bajo el brazo, un cuaderno lleno de números y gráficos que había pulido hasta la perfección en mi apartamento el domingo. Era mi arma secreta para la reunión de la tarde con los proveedores, toda la empresa, y la madre de Max, una mujer de la que solo había oído rumores sobre su elegancia intimidante. Había reducido los costos de los proveedores en un 8%, encontrado un nuevo distribuidor de vinos, y redactado un plan para renegociar contratos que podría salvar al restaurante de la cuerda floja financiera. Quería que Max lo viera y pensara que yo era indispensable, no solo como empleada, sino como alguien que valía la pena. Ajusté mis gafas, que se deslizaban por el sudor de mis nervios, y entré al restaurante con una sonrisa que no podía contener.
El comedor estaba en su rutina matutina, con camareros colocando manteles y el aroma de café flotando en el aire. Pero mi atención se fue directo a mi escritorio, en la recepción, donde algo nuevo brillaba bajo la luz de una lámpara. Un ramo de tulipanes rosados, con pétalos suaves como un suspiro, descansaba junto a un peluche de un osito con un corazón rojo que decía “Eres especial”. Mi respiración se detuvo, y una oleada de calor subió por mi pecho. ¿Max? Tenía que ser él. Las margaritas de la semana pasada aún estaban en mi apartamento, y ahora esto… Era como si estuviera escribiendo un poema con flores y peluches, y yo era la única que podía leerlo.
Me acerqué, con el corazón latiendo como un tambor, y toqué los tulipanes con dedos temblorosos. Eran perfectos, delicados, como si alguien los hubiera elegido con cuidado. El osito, con sus ojos de botón y su corazón cursi, me hizo reír, una risa nerviosa que era mitad alegría, mitad incredulidad. ¿Max había dejado esto para mí? ¿Después del beso? Mi mente se llenó de imágenes: él entrando temprano, colocando el ramo con esa sonrisa suya que derretía glaciares, escribiendo una nota que no encontré, pero que imaginaba diciendo “Amelia, eres mi todo”. Estaba tan enamorada que el mundo parecía girar más despacio, como si cada segundo estuviera diseñado para hacerme soñar.
Me senté, abrazando el osito contra mi pecho, y dejé que las nubes de amor me envolvieran. Los chismes de Anet, las miradas frías de Clara, el estrés del restaurante… nada podía tocarme ahora. Max me veía, me quería, aunque fuera en secreto. Revisé mi informe otra vez, asegurándome de que cada número estuviera impecable, cada frase clara. Quería que esta reunión fuera un triunfo, no solo para salvar al restaurante, sino para demostrarle a Max que yo era más que la nerd con el portapapeles. Que era alguien que podía estar a su lado, aunque mi corazón supiera que Clara estaba en el camino.
El turno matutino pasó en un borrón. Ayudé a Gloria a organizar las reservas, ignoré una indirecta venenosa de Anet sobre “ciertas flores que no merecen ciertas mesas”, y respondí a un correo de un proveedor con una calma que no sentía. Mi mente estaba en Max, en el beso, en los tulipanes, en el osito. Pero a media mañana, me di cuenta de que necesitaba los últimos documentos de los proveedores de fruta para completar mi presentación. Los había pedido la semana pasada, y Max dijo que los tendría en su despacho. Con el corazón acelerado, caminé hacia su oficina, esperando verlo, practicando en mi cabeza cómo decir “Gracias por las flores” sin sonar como una adolescente enamorada.
Llamé a la puerta, pero no hubo respuesta. Giré el pomo, y la puerta se abrió con un clic suave. El despacho estaba vacío, con el escritorio de Max lleno de papeles desordenados y una taza de café a medio tomar. La luz del mediodía entraba por la ventana, iluminando una estantería llena de trofeos y fotos de la familia Roux, pero Max no estaba. Sentí una punzada de decepción, pero también alivio. No estaba lista para mirarlo a los ojos, no después de imaginarlo dejando el osito en mi escritorio.
—Solo los documentos, Amelia —murmuré, ajustándome las gafas mientras me acercaba al escritorio.
Empecé a buscar, revisando carpetas con etiquetas garabateadas: “Facturas 2024”, “Contratos Vino”, “Reservas VIP”. Pero los documentos de fruta no aparecían. Abrí un cajón, encontrando bolígrafos y un sello del restaurante, luego moví una pila de papeles a la derecha. Allí, bajo un contrato arrugado, había un sobre con una nota escrita a mano que decía “Para Max”. No era su letra, pero algo en mi estómago se retorció, como si supiera que no debía tocarlo. Sin embargo, mi curiosidad, esa maldita traidora, ganó. Pensé que tal vez era algo para la reunión, algo que Max necesitaba que revisara. Con dedos temblando, abrí el sobre y saqué una hoja doblada.
Las palabras me golpearon como un puñetazo. Mis ojos recorrieron las líneas, pero mi mente se negaba a aceptar lo que veía. Era una carta, escrita con una letra clara y cruel, y cada frase era una daga que se clavaba en mi corazón. Mis gafas se empañaron, y un sollozo se escapó de mi garganta antes de que pudiera detenerlo. Las lágrimas cayeron, calientes y rápidas, manchando la hoja, y mis manos temblaron tanto que casi la dejé caer. No podía creer lo que estaba leyendo. Max, mi Max, el hombre que me había besado, que me había llamado “cariño”, que me había dado flores… todo era una mentira. Un plan. Un juego cruel para controlarme, para burlarse de mí, de la “nerd en gafas” que había sido tan estúpida como para enamorarse.
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Editado: 25.07.2025