Max
El club se llamaba Velvet Eden, pero tenía menos de Edén y más de infierno disfrazado con luces de neón y lencería cara. Las paredes vibraban con música electrónica que parecía un zumbido constante en el pecho, y el aire estaba impregnado de perfume caro, sudor y una falsa euforia que empapaba cada rincón. Había cuerpos por todas partes, moviéndose al ritmo del bajo, y sonrisas perfectamente sincronizadas con intenciones poco sutiles. Estaba sentado en un reservado de terciopelo rojo, rodeado de modelos con piernas interminables y strippers que se reían demasiado fuerte, mientras una botella de champán enfriaba en una cubitera a mi lado. Y, sin embargo, no sentía nada. Ni calor, ni deseo, ni siquiera el mínimo impulso de responder a las caricias que se deslizaban por mi hombro y mi cuello como serpientes de terciopelo.
—¿Max Roux aburrido en un templo del pecado? —La voz de Leo sonó desde el otro extremo del reservado, alzando su copa con una sonrisa torcida—. El fin del mundo se acerca.
Una modelo rubia —Jessica, o quizás era Melissa, ya había olvidado su nombre— me ofreció una copa, deslizándose a mi lado con movimientos estudiados.
—¿No vas a brindar con nosotros, guapo? —dijo, pegando su cuerpo al mío con la práctica de quien sabe que eso suele bastar.
—No bebo entre semana —mentí, aunque el jueves ya era más fin de semana que otra cosa. Solo necesitaba una excusa. Cualquiera. Mi cabeza no estaba ahí.
Jessica-Melissa rio, y su risa fue hueca, plástica. Otra chica —una morena de vestido rojo que apenas cubría algo— me puso una mano en el muslo.
—Vamos, Roux, rompe las reglas un poco. Dicen que eres el alma de la fiesta, el que hace que hasta las paredes se derritan.
—Hoy no, cariño —respondí con una sonrisa automática, retirando su mano con delicadeza—. Estoy fuera de servicio.
Leo me observaba desde el otro lado del reservado, reclinado como un emperador romano, rodeado de cuerpos semidesnudos y sonrisas adictas al dinero. Se pasó una mano por la barba de tres días, y sus ojos se afilaron.
—¿Quién eres y qué hiciste con Max Roux? —dijo, señalándome con su copa—. El verdadero Max ya habría convencido a medio elenco de este club para irse con él a un hotel cinco estrellas. Y ahora mira: ni una sonrisa, ni una broma con doble sentido. ¿Estás en huelga de carisma?
Las chicas rieron como si él fuera un comediante, y yo fingí otra sonrisa. El hielo del vaso en mi mano se había derretido, como la imagen que tenía de mí mismo hace un mes. El Max de antes habría disfrutado este lugar. Se habría entregado al ruido, al juego de poder, al cortejo vacío. Pero hoy, cada caricia me raspaba como lija. Cada intento de seducción me resultaba insoportable.
Porque solo pensaba en ella.
En Amelia.
Sus gafas torcidas. Su cabello revuelto. Su voz temblorosa pero firme. El beso en la penumbra del comedor. Su risa suave cuando encontraba una errata en mis informes. Su manera de girar el bolígrafo entre los dedos cuando estaba concentrada. Amelia Foster me habitaba, me invadía, y ni el club más caliente de París podía distraerme de eso.
—Voy al baño —dije, levantándome sin esperar respuesta.
Pasé entre cuerpos que danzaban al borde del caos, esquivando manos que querían tocar más de lo debido, hasta llegar a una zona un poco más silenciosa. El baño olía a colonia fuerte y productos de limpieza baratos. Me apoyé en el lavamanos y me miré al espejo. Tenía el rostro cansado. No físicamente, sino emocionalmente. Me sentía como una figura hueca, decorativa.
La puerta se abrió y Leo entró detrás de mí. Cerró con pestillo y se cruzó de brazos, apoyándose en la pared con esa expresión suya de quien siempre tiene un as bajo la manga.
—Bien —dijo, con una sonrisa ladeada—. Ahora que no tenemos a las sirenas revoloteando, dime qué demonios te pasa.
—¿A qué te refieres? —pregunté, pasándome una mano por la nuca.
—A ti. A esta versión tuya que parece un sacerdote en un burdel —se acercó, bajando el tono—. Max, eres el rey del carisma. El que hace que incluso las lesbianas duden. Pero hoy estás como una piedra. ¿No me digas que te atrapó el monstruo con gafas?
Lo dijo con una carcajada, como si fuera el mejor chiste del año. Me tensé.
—No la llames así.
Leo parpadeó, todavía con la risa a medio camino.
—¿Perdón?
—A Amelia. No la llames así —repetí, esta vez con voz baja, pero dura como acero—. No es un monstruo. Es diez veces más lista que cualquiera de esas modelos ahí fuera. Y tiene más clase en una mirada que tú en todo tu maldito vestidor de Gucci.
Leo se enderezó, sorprendido. Yo rara vez levantaba la voz con él, y menos aún por una mujer.
—Whoa, tranquilo, Romeo. Era una broma. Ya sabes, como cuando tú mismo la llamaste “la nerd de las gafas rotas”.
—Sí. Antes —murmuré, girándome hacia el espejo otra vez—. Antes de darme cuenta de que cada vez que sonríe, el mundo parece un poco menos horrible. Antes de darme cuenta de que cuando no está cerca, todo es ruido. Antes de que la besara, Leo.
El silencio fue inmediato. Leo frunció el ceño.
—¿La besaste?
—Sí.
—¿Y?
—Y desde entonces no puedo dejar de pensar en ella —confesé, con una voz que me costó reconocer—. No en su cuerpo, no en sus piernas —aunque, maldita sea, también—, sino en su risa. En cómo me mira como si aún valiera la pena. En cómo hace que este desastre de restaurante no se venga abajo. En cómo me hace sentir que puedo ser algo más que una sonrisa bonita.
Leo soltó una carcajada seca, incrédula.
—Estás enamorado.
Me quedé en silencio.
—Oh, por todos los santos del infierno —exclamó—. Max Roux, el devorador de modelos, el príncipe de las relaciones casuales, está enamorado de una secretaria que usa lapiceros de gel de colores.
—¿Y qué? —espeté—. ¿Tienes idea de lo que ha hecho por mí? Por este restaurante. ¿De cómo ha aguantado mis errores, tus planes, la presión de Clara, y aun así sigue sonriendo como si no la estuviéramos devorando viva?
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Editado: 25.07.2025