Amelia
El agua del lavabo corría sin cesar, fría, insensible, como el mundo que acababa de derrumbarse sobre mí. Me sostenía del borde con las dos manos, las muñecas temblando, el corazón aún golpeando contra mis costillas como si quisiera escapar. Los ojos, rojos e hinchados, no tenían ya más lágrimas. Me los enjuagué por tercera vez, pero no era el agua lo que necesitaba. Quería borrar de mi rostro la vergüenza, arrancar de mi piel el tacto de un peluche que había abrazado como una tonta enamorada. Necesitaba arrancar de mi alma a Max Roux.
El espejo del baño reflejaba a una mujer que no reconocía. Las gafas empañadas, los labios resecos, la blusa arrugada de tanto aferrarme a mí misma en la silla de su oficina. La Amelia que solía soñar con demostrar su valor con tablas de Excel ya no estaba. En su lugar, una figura tensa, seria, con la mirada clavada en su propio reflejo como si estuviera enfrentándose a una desconocida.
Respiré hondo. Una. Dos veces. Me obligué a dejar de temblar. Hoy era la reunión. La gran reunión con proveedores, con empleados, con Beatriz Roux. El evento que Max me había pedido preparar desde hacía semanas. El informe de la mentira, el disfraz brillante que habíamos confeccionado para esconder la verdad: que Le Château Lumière estaba al borde de la bancarrota.
Pero hoy no habría más máscaras.
Me sequé la cara con una toalla de papel, me coloqué las gafas, y sin una palabra más, salí del baño.
Beatriz observaba la sala con una expresión inamovible. Vestida con un traje blanco de corte impecable, sostenía una copa de agua con la misma elegancia con la que empuñaría una daga. Clara, sentada a su lado, cruzaba y descruzaba las piernas con impaciencia, mientras revisaba su móvil y lanzaba miradas furtivas hacia Max.
—¿Cuánto más vamos a esperar? —susurró Clara en voz baja, con una sonrisa congelada—. ¿Qué clase de directora llega tarde a su propia presentación?
—Una que probablemente esté buscando su laca de gafas —murmuró Anet, desde su sitio, fingiendo un bostezo—. O ensayando su voz temblorosa. Con esa cara de cervatillo siempre parece a punto de llorar.
El chef Pascal, corpulento y siempre serio, giró la cabeza hacia ellas desde el otro extremo de la mesa.
—Amelia no se retrasa —interrumpió con voz ronca—. Cuando llega tarde, suele ser por salvar algún desastre ajeno.
Anet bufó y desvió la vista. Clara se inclinó hacia Beatriz, con una voz dulce como la miel maliciosa:
—Me sorprende que confíen tanto en ella. Dicen que Max ha estado… muy cercano. ¿No te parece curioso, señora Roux?
Beatriz le sostuvo la mirada durante varios segundos, fríamente.
—Curioso sería que tú estuvieras más pendiente del restaurante que de su ropa de gala —respondió Beatriz sin pestañear—. Amelia será tímida, pero nunca ha fracasado en entregarme resultados. No todos aquí pueden decir lo mismo.
Leo rió con nerviosismo, mirando a Max, que apenas escuchaba. Su mirada estaba fija en la puerta, golpeando los dedos contra la mesa. Beatriz lo notó, y su voz fue directa:
—Max, ¿vas a abrir la reunión o prefieres seguir estudiando la puerta como si fuera un acertijo?
Él parpadeó, sacudiéndose de sus pensamientos.
—Sí, sí… claro. Vamos a comenzar.
La sala de reuniones estaba llena. Las luces blancas del techo caían como cuchillas sobre la mesa larga y rectangular, donde ya estaban sentados casi todos los empleados clave del restaurante. Paul hojeaba distraídamente unas notas, Gloria murmuraba algo a Zianna entre dientes, y Tomás —ese camarero que había intentado invitarme a un café antes de que Max se interpusiera— me lanzó una mirada que no supe cómo interpretar.
Leo estaba sentado cerca del extremo, con una chaqueta clara y una sonrisa tibia que parecía no tocarle los ojos. Max no lo miraba. Él estaba al frente de la mesa, junto a la silla vacía que, hasta hace una semana, me parecía un lugar de honor.
Y ahí estaba yo, entrando sin decir nada, con una carpeta en cada brazo.
El murmullo en la sala se apagó cuando Max habló.
—Gracias a todos por venir —dijo, con una voz que trataba de sonar firme pero tenía una vibración extraña, como si estuviera hecha de cristal—. Hoy haremos una presentación importante sobre la salud financiera del restaurante y algunos ajustes estratégicos. Amelia, por favor, distribuye los informes.
Asentí, sin mirarlo, y comencé a repartir las carpetas. Una por una. Clara ya no estaba presente —Beatriz había pedido que esta fuera una reunión solo con personal clave y directivo— pero la sombra de su perfume y su mirada seguía en el aire. Al llegar a Leo, sentí cómo su sonrisa se congelaba un segundo al tocar la tapa de la carpeta. Max, sentado a su lado, recibió la suya con un murmullo casi inaudible.
Yo no tenía carpeta para mí.
Volví a la entrada y me quedé de pie, con las manos cruzadas delante del cuerpo. No me senté. No iba a quedarme más tiempo en ese espacio lleno de humo y espejos rotos.
Max abrió su carpeta primero. Lo vi fruncir el ceño. Sus dedos recorrieron las hojas con rapidez, y de pronto se detuvieron. Su rostro palideció. El sudor brotó de su frente de manera casi inmediata, como si le acabaran de vaciar una cubeta de agua helada por la espalda. A su lado, Leo soltó un bufido bajo, como si tragara aire que no esperaba. La sonrisa le desapareció al instante, sustituida por una expresión dura, de desconcierto. Ambos intercambiaron una mirada rápida, nerviosa. Y luego, al unísono, alzaron los ojos hacia los rostros sentados a lo largo de la mesa.
Pero los demás no reaccionaban igual.
Beatriz había abierto su carpeta con la precisión quirúrgica que la caracterizaba. Sus ojos pasaban línea por línea del documento, y sus labios se apretaban con cada párrafo leído. Su ceño fruncido era una tormenta gestándose. Gloria dejó escapar un “¿Qué…?” en voz baja, y Zianna no tardó en mirar con el ceño fruncido a Max, luego a Leo, luego otra vez al papel. Paul dejó caer su bolígrafo. Tomás leyó en silencio y luego me miró, solo una vez, con una expresión que mezclaba sorpresa y… algo más. Respeto, tal vez. O miedo.
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Editado: 25.07.2025