Max
Corría. No literalmente al principio, pero por dentro, mi alma ya estaba corriendo a ciegas como un animal herido desde el segundo en que Amelia dejó la sala de reuniones. Su espalda recta, su silencio ensordecedor, el portazo que no dio pero que aún sentí en mi pecho... todo había sido peor que una bofetada. Ella se había ido. No solo de la reunión. De mí. Y lo sabía con una certeza absoluta, como si alguien me hubiera arrancado el aire de los pulmones y me obligara a seguir viviendo sin oxígeno.
—¿Dónde está? —le grité a nadie en particular, ya saliendo del salón, sin mirar atrás. Los murmullos detrás de mí, el caos que había estallado cuando los informes reales se desplegaron sobre la mesa, eran ruido blanco. La empresa podía estar en llamas, Beatriz hecha cenizas, Leo enterrado bajo el peso de su carta. No me importaba. Amelia. Solo Amelia.
Entré a recepción con pasos frenéticos, sacando el móvil mientras pasaba junto a los percheros. Marqué su número. Otra vez.
Nada. Ni tono. Ni buzón. Ni rechazo. Solo ese silencio terrible que me decía todo lo que necesitaba saber.
—¡Foster! —grité, como si con decir su apellido fuera a salir de la nada, como si eso bastara.
Gloria, que salía de la cocina con un pedido en las manos, me miró como si estuviera loco. No la culpaba.
—¿La has visto? —le pregunté sin aliento.
Ella frunció el ceño, visiblemente molesta.
—¿Ahora te importa? Qué conveniente, Roux. Deberías estar buscando un abogado, no a la mujer que destrozaste.
—Gloria, por favor. Solo dime si salió por la puerta trasera o…
—¿Y qué si lo hizo? ¿Vas a seguirla para qué? ¿Manipularla otra vez? —espetó, cruzando los brazos—. No creo que tengas derecho.
Quise gritar que no era así. Que el plan de Leo había empezado con una farsa, pero que yo… yo no había planeado enamorarme de Amelia. No había fingido ese beso. No había inventado el dolor que me estaba partiendo en dos.
—No lo entiendes —murmuré, más para mí que para ella, y pasé junto a los mostradores.
La cocina. Quizás había ido a hablar con el chef.
Entré de golpe, y lo primero que sentí fue el calor de los fogones. La segunda cosa fue la mirada cortante del chef principal, Gerard.
—¡Maximilien, no tienes derecho a entrar aquí como un toro! —gritó desde su estación, cuchillo en mano—. Estamos cerrados por tu culpa, ¿te acuerdas?
—¿Viste a Amelia? ¿Está aquí?
—¿Qué te importa ahora, eh? —dijo, con acento francés más marcado por la rabia—. La única que salvaba este restaurante cada semana y tú... ¡tú la tratas como basura! ¡Y encima nos arrastras con tu incompetencia!
—¡No me interesa tu opinión, Gerard! Solo dime si la viste.
Gerard me fulminó con la mirada.
—No. Pero si la viera, le diría que corra. Larga vida a Amelia, y que no mire atrás.
Lo dejé hablando solo. Me metí en el almacén, abrí puertas, pasillos, empujé cortinas. Nada. Ni rastro. Mi corazón latía como un tambor roto. Marqué otra vez su número. Otro silencio. Quise gritar. Golpear una pared. En su lugar, empujé la puerta del lounge del personal y allí estaba Zianna, sentada en uno de los sillones con una bolsa de hielo en la rodilla.
—¿Tú también vienes a fingir que te importa? —dijo, sin levantar la vista.
—Solo dime si la viste.
—¿Qué vas a hacer, Max? ¿Pedirle perdón con otra flor? ¿Otro peluche? ¿O con una nueva mentira? —Su voz tembló, y supe que quería decir más, pero se contuvo—. La única razón por la que este restaurante sigue en pie es porque Amelia arreglaba tus desastres detrás de escena.
—Lo sé. Lo sé, Zianna, ¡maldita sea! —golpeé la puerta del casillero con el puño—. Me equivoqué. ¡Lo sé! Pero tengo que hablar con ella.
Zianna me miró como si me viera por primera vez.
—Entonces prepárate para hablarle a un fantasma.
Salí corriendo. Clara apareció justo en el pasillo, su rostro una máscara de furia congelada.
—¿La buscas? —dijo con voz venenosa—. ¿Después de todo lo que hiciste? ¿Después de humillarme, de besarla? ¿Encima te atreves a correr por los pasillos como un adolescente en celo?
—Clara, no es momento.
—No, claro que no lo es —gruñó—. Porque tu querida nerd con gafas descubrió la verdad y te dejó en ridículo. Y tú... tú estás tan perdido que ni siquiera lo ves. Perdiste a tu prometida, tu puesto, tu reputación… todo por una secretaria. ¿Te das cuenta?
—¡Nunca fuiste mi prometida, Clara! ¡Ni siquiera sabías quién soy cuando no tengo un Rolex en la muñeca!
Sus ojos se abrieron con una mezcla de rabia y horror. Antes de que pudiera soltar su veneno, pasé junto a ella.
Una nueva llamada. Otro intento. Otra negativa. Mi mano temblaba ya cuando llegué a recepción otra vez.
—¿La buscabas? —dijo una voz burlona. Anet.
Estaba sentada en el mostrador, con una sonrisa maliciosa y las uñas pintadas de negro.
—¿Qué quieres, Anet?
—Solo disfrutar del espectáculo. Siempre dije que detrás de esa fachada de príncipe azul había un imbécil con corbata. Y mira... tenías a una mujer brillante enamorada de ti y tú...
—Cállate.
—¿Y ahora quién va a ordenar el desastre que dejaste? ¿Quién va a salvarnos de la quiebra?
—¿¡Cállate!? —me giré hacia ella, la furia nublándome—. ¿Te crees que no lo sé? ¡Te crees que no lo siento! ¿Qué crees que estoy haciendo? ¿Jugando?
Anet me sostuvo la mirada, y por primera vez, vi algo parecido a compasión en su rostro. Pero duró un segundo.
—No, Max. Jugaste. Y perdiste. Y ella… no va a volver.
Fue entonces cuando Beatriz apareció en el pasillo. Su traje gris era tan afilado como su mirada. Me miró como si fuera un niño que rompió el jarrón familiar.
—Despacho. Ahora.
La seguí sin fuerzas.
Cuando entré, ella cerró la puerta detrás de mí con un clic que sonó como sentencia.
—Maximilien, estás oficialmente despedido como director de Le Château Lumière.
#1 en Joven Adulto
#10 en Novela contemporánea
chica nerd, jefe empleada celos comedia romantica, secretaria nerd
Editado: 25.07.2025