Cuidado con la Nerd

Capítulo 28: Bajo la Lluvia

Amelia

Corrí por el pasillo de Le Château Lumière como si el aire me quemara los pulmones. Las lágrimas nublaban mi vista, las rodillas me temblaban, y mis dedos apretaban tan fuerte mi bolso que sentía las uñas marcadas en las palmas. Tenía que salir. Tenía que escapar antes de que Max me alcanzara, antes de que su voz intentara remendar lo irreparable con palabras que ya no significaban nada.

Atravesé la puerta principal sin saludar a nadie, sin mirar atrás, y el golpe del cristal al cerrarse resonó como un portazo al mundo que había construido con tanto esfuerzo. El mundo donde creía que mi trabajo, mi amor, mi entrega significaban algo.

Y entonces me recibió la lluvia.

No era una llovizna romántica ni una tormenta dramática. Era una cortina fría y espesa, como si el cielo también llorara por mí. En cuestión de segundos estaba empapada. Mis gafas, torcidas y empañadas, no me dejaban ver. Me las quité con torpeza, resbalaban de mis dedos. Tropecé con una grieta en la acera, caí de rodillas y las gafas salieron volando. Un sonido seco, casi imperceptible, marcó el final: el cristal estalló contra la piedra.

Me quedé allí, de rodillas en el suelo mojado, bajo la lluvia que no daba tregua, mirando los pedazos de vidrio. Como mi corazón. Como mi dignidad.

Pensé que la venganza me aliviaría. Que hacer pública la verdad, mostrar el desastre financiero de la empresa y exponer esa carta humillante me liberaría. Pero lo único que sentía era vacío. Una herida abierta. Un pozo oscuro de tristeza.

Me abracé las rodillas, temblando. No sabía a dónde ir. No quería volver a casa. No quería ver a nadie. No quería oír mi nombre. Max Roux me había convertido en una broma cruel, un experimento emocional, una estrategia de poder… y yo, estúpida, me había enamorado como una adolescente. ¿Cómo pude ser tan ingenua?

—¿Amelia?

La voz era suave, femenina, firme. Me giré lentamente, sin levantarme, con el rostro empapado, el cabello pegado a las mejillas. Allí, bajo un paraguas negro de bordes plateados, estaba ella. Perfecta, inmaculada, ajena a la tormenta. Una silueta elegante en tacones, con un abrigo Chanel beige, guantes de cuero y un gesto de sincera preocupación en sus ojos oscuros.

—¿Alessandra? —balbuceé, entre sollozos—. ¿Qué haces aquí?

—Te vi corriendo por la acera desde el café de enfrente —dijo, acercándose sin importarle que sus zapatos de diseñador se mojaran—. Estás empapada, cariño. ¿Estás herida?

Negué con la cabeza, tragando el nudo de mi garganta. No podía hablar. No quería. Solo quería desaparecer. Pero su voz fue un bálsamo entre tanto caos.

—Vamos, Amelia. Ven conmigo. Te llevaré a un lugar seco, ¿sí?

Extendió la mano sin apuro, con una delicadeza que me desarmó. Dudé un momento, temblando, hasta que sus dedos cálidos tocaron los míos. Me ayudó a ponerme de pie. Estaba temblando. El agua me chorreaba desde el cabello hasta los tobillos. No llevaba abrigo. Ni dignidad.

—¿Dónde están tus gafas? —preguntó mientras me envolvía con su paraguas.

—R-rotas —logré decir—. No veo nada… pero no importa.

Ella no hizo más preguntas. Me sostuvo del brazo con firmeza, guiándome bajo la lluvia, y me llevó hasta su coche, un sedán negro elegante que olía a cuero nuevo y perfume francés. Encendió la calefacción, me ofreció un pañuelo, y esperó en silencio mientras yo intentaba recobrar la respiración.

—¿Quieres contarme qué ha pasado? —preguntó, con esa voz suave de las mujeres que ya han vivido tormentas peores y saben cuándo no insistir.

Negué de nuevo. Las palabras eran espinas en mi garganta. Pero un sonido ahogado escapó de mí. Un sollozo torpe. Me cubrí la cara.

—Por favor… —susurré—. Solo… llévame de aquí. A cualquier parte.

Alessandra asintió y arrancó el coche sin hacer más preguntas.

Durante el trayecto, no hablé. No podía. Veía todo borroso sin mis gafas, pero no importaba. Cerré los ojos. El silencio era un alivio. El calor, una caricia. El mundo podía seguir girando. Yo estaba en pausa.

Al cabo de unos minutos, reconocí la música que sonaba en el coche: jazz suave, francés. Le quedaba tan bien. Era una mujer de otro mundo. Refinada. Intocable.

—¿Te llevo a casa? —preguntó al fin.

—No —dije, limpiándome el rostro con el pañuelo—. No quiero estar sola.

—Está bien. Tengo una oficina cerca. Podemos tomar un té.

Asentí. No tenía fuerzas para decidir nada.

Veinte minutos después, estábamos en una sala de reuniones lujosa, con ventanales panorámicos que mostraban la ciudad bajo la lluvia. Me había cambiado el abrigo por una manta que ella tenía en el coche. Me ofreció una taza de té verde, humeante y suave, y se sentó frente a mí, cruzando las piernas con esa elegancia suya que nunca parecía forzada.

—Te vi por última vez hace unos meses, ¿recuerdas? Cuando hice el artículo sobre Le Château Lumière. Me impresionaste mucho, Amelia. Eres brillante. No lo he olvidado.

La taza temblaba en mis manos. No sabía cómo agradecerle su amabilidad, pero tampoco sabía si merecía algo en ese momento. Era un desastre.

—Ya no trabajo allí —murmuré.

Alessandra levantó una ceja, pero no me presionó.

—¿No? —dijo con calma—. Bueno… ellos se lo pierden.

Tragué saliva. Las lágrimas querían volver, pero esta vez logré contenerlas. Sentí la necesidad de justificarme, de explicar todo… pero solo dije:

—No quiero hablar del porqué.

—No necesitas hacerlo —aseguró, con una sonrisa ligera—. No todos los lugares merecen a las personas que los hacen funcionar. Y tú… hiciste funcionar ese lugar, Amelia. Le Château sobrevivía por ti, y lo sabíamos todos. Hasta Max Roux, aunque no supiera valorarlo.

Mi pecho se encogió.

Ella se reclinó un poco, observándome con atención.

—Si ya no trabajas para ellos —dijo, pausadamente—, entonces tengo una propuesta. No es casualidad que nos hayamos cruzado hoy.




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