Cupido viste de duende

Capítulo 3

Anne

El lujoso auto se pierde entre las curvas del vecindario, dejando tras de sí solo el eco de sus llantas resbalando en la nieve. Me quedo ahí, congelada —literal y emocionalmente—, abrazando mi cuerpo con los brazos mientras intento decidir si quiero llorar, gritar o simplemente desmayarme y dejar que los renos de algún adorno inflable me recojan.

—Genial, Anne, simplemente genial —murmuro mientras mis dientes castañean con dignidad herida—. Te dije que no salieras en diciembre. ¡Te lo dije!

Miro a mi alrededor. Casas enormes. Fachadas iluminadas con luces sincronizadas al ritmo de Jingle Bell Rock, muñecos de nieve que parecen esculpidos por artistas de Disney, e incluso uno que tiene una pipa real en la boca. De repente, siento que mi bufanda es un trapo viejo y mi abrigo un intento triste de estilo invernal.

—¿Será que hay Uber en el Polo Norte? —saco el celular, rogando que la batería no me abandone como todo lo demás en esta vida.

4%.

Por supuesto.

Intento pedir un auto, pero el GPS ni siquiera puede ubicarme con precisión. Solo aparece un mensaje: “Ubicación poco accesible”. Traducción: “Estás perdida, y es tu culpa por besar millonarios que te botan de sus carros blindados”.

Suspiro. En medio de la nevada, comienzo a caminar en dirección aleatoria, esperando que el universo me guíe o que al menos me encuentre un perro simpático. Avanzo torpemente, resbalando con cada paso, hasta que tropiezo con una figura inflable gigante de Santa Claus y caigo sentada sobre un montículo de nieve.

—Perfecto. Ahora sí soy la loca del centro comercial… congelada —digo en voz alta, mirando al cielo gris.

Una puerta se abre a lo lejos. Una señora mayor con abrigo fucsia y guantes de lana sale de una de las casas con un tazón humeante entre las manos. Me observa desde su porche, duda por un segundo y luego camina hacia mí.

—¿Estás bien, querida? —pregunta con una voz dulce y maternal que casi me hace llorar.

—Estoy bien… solo vine a contemplar la nieve desde esta perspectiva —sonrío débilmente, como si mi trasero no estuviera perdiendo sensibilidad.

La señora se ríe.

—¿No quieres entrar un momento a calentar las ideas? Tengo chocolate caliente con malvaviscos y un calefactor que revive hasta a los muertos.

Sus palabras me atraviesan como una promesa divina. Me levanto, me sacudo la dignidad y la sigo sin pensarlo.

—¿Y cómo dijiste que te llamabas? —pregunta mientras abre la puerta de su enorme casa navideña que parece sacada de una revista de decoración.

—Anne. Anne Grincheth.

—Grincheth… curioso apellido —murmura mientras me ofrece una manta. Yo me hundo en el sofá más cómodo del mundo y me dejo envolver por el aroma a canela y galletas.

—Créame, señora… hace honor a mi forma de ver esta festividad.

—Pues bienvenida al vecindario, Anne Grincheth. Aquí, hasta los Grinchs terminan celebrando la Navidad.

Sonrío por primera vez en todo el día.

Pero el universo tiene otros planes.

Porque justo cuando llevo la taza a los labios, escuchamos un ¡crack! y luego otro. La señora frunce el ceño, se asoma a la ventana, y suelta un grito.

—¡Los renos! ¡Los renos se están desinflando!

Salimos corriendo al jardín. Efectivamente, el trineo inflable de su esposo —que según cuenta, le costó una fortuna en una subasta online— empieza a colapsar. Uno a uno, los renos caen al suelo como si les hubieran disparado dardos tranquilizantes. Para rematar, el Santa inflable se desploma y queda boca abajo con las piernas abiertas, apuntando directamente al vecindario.

—¡Mi esposo se va a morir! —chilla la señora—. Ayúdame a sostener a Rodolfo, por favor.

Y ahí me tienen, sosteniendo el hocico caído de un reno inflable mientras mis guantes se empapan y mi dignidad se desintegra. Justo cuando parece que nada puede empeorar, la nariz roja de Rodolfo explota en mi cara. ¡PUM! Me tiñe con algo rojo y viscoso que sospecho no era parte del diseño original.

Minutos después, tras prometerle a la señora que no demandaré por trauma emocional, continúo mi camino de regreso. Mis botas están húmedas, mi abrigo huele a plástico quemado, y ahora también tengo restos de confeti rojo pegados a la frente. Navidad, 1. Anne, 0.

Tomo el primer bus que encuentro. Está decorado con luces navideñas y tiene un coro de adolescentes disfrazados de duendes cantando All I Want For Christmas Is You desafinadamente. Me siento al fondo, esperando que nadie me reconozca como “la mujer que agredió al CEO del maquillaje”, pero no tengo tanta suerte.

—¿Tú eres la del video? —me pregunta un niño de unos diez años desde el asiento de al lado—. ¿La que le dio un puñetazo a ese tipo con cara de modelo?

—No era mi intención —murmuro.

—¿Le pegaste y luego lo besaste? Mi hermana dice que eso es “tensión sexual”. —Saca su celular—. ¿Puedo tomarte una foto?

—NO —grito, y el coro de duendes se detiene como si hubiera interrumpido un musical de Broadway.

Bajo en la próxima parada.

La acera está resbalosa. Camino con paso rápido para no ser descubierta o reconocida por nadie, hasta que, por supuesto, piso hielo y aterrizo de espaldas con un chillido que probablemente alertó a todos los transeúntes. Un repartidor de pizza me ayuda a levantarme y después de limpiarme me ofrece una porción con queso extra con una sonrisa en los labios. Estoy hambrienta y cuando tengo hambre mi dignidad se esfuma. Así que la acepto y como mientras lloro o lloro mientras como. Ya ni sé.

—Feliz Navidad —dice con una sonrisa antes de irse. Le sonrío como agradecimiento, pero en mí interior digo: ¿Que tiene de feliz?

Por fin llego a mi casa y en frente a la puerta principal me espera un grupo de vecinos vestidos de pastores y ángeles. Tienen una tarima, luces y un micrófono.



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En el texto hay: malos entendidos, novio falso, romcom +16

Editado: 11.11.2025

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