La espera se vuelve demasiado corta junto a mis padres cuando llaman a mi vuelo por el altavoz y sé que el momento ha llegado.
Respira hondo, Love. No es el fin del mundo. Solo te vas a Nueva York, no a la luna.
Me levanto y, por supuesto, mamá ya está llorando. Bueno, lo de llorar es un decir, porque en realidad parece que se le ha metido una cebolla ardiente en cada ojo y está tratando de contenerlo como una campeona.
—Mamá, estaré bien, no hagas berrinche—le digo, pero mi voz tiembla un poco, creo que se lo estoy pidiendo más por mí misma que por ella. ¡Vamos, Love! No te derrumbes justo ahora.
Mamá me envuelve en un abrazo de oso que casi me deja sin aire. ¡Genial! Mi epitafio será: “Aquí yace Love, estrangulada por el amor maternal.”
—No te olvides de llamarnos todos los días. Ni se te ocurra perderte en la gran ciudad. Y si algo va mal, vuelve a casa. Aquí siempre tendrás un lugar. —Lo dice como si Nueva York fuera Mordor y yo estuviera yendo a destruir el Anillo Único.
Papá, por supuesto, opta por un abrazo más breve e igual de sentido.
—Buena suerte—dice, y su tono es tan neutral que no sé si realmente me está deseando suerte o solo me está recordando que no lo olvide en Navidad.
Me despido rápidamente, porque si sigo un segundo más, voy a empezar a llorar como un bebé al que le quitan su chupete. Camino hacia la puerta de embarque, con el corazón latiendo rápido, como si estuviera entrando a un programa de supervivencia en vez de subiendo a un avión. Justo antes de cruzar las puertas automáticas, mamá grita:
—¡Love, lleva siempre un pañuelo por si necesitas llorar!
—¡O por si alguien más necesita llorar!—añade papá, porque en su mundo, incluso las crisis emocionales deben resolverse de manera práctica.
Les dedico una última sonrisa y paso al embarque.
Aquí el ambiente es un caos porque parece que hay un conocidísimo actor que está por entrar en primera clase y no entiendo ni madres por qué detienen todo para que sus fanáticas queden contenidas fuera de la zona de embarque.
–¿Y a estas qué les picó?–me pregunta una anciana que se ha puesto justo detrás de ti.
–Cariño, parece que el actor es un guapetón de tus telenovelas–le dice otro anciano quien parece ser su pareja. ¡Qué dulces se ven los dos, ya viejecitos y viajando juntos!
–No llego a verlo. ¿Cómo se llama? ¿Jackson?
Escucho a todas las chicas gritando mientras la gente de seguridad las empuja fuera:
–¡Jaxton, Jaxton!
–¡Eres mi ídolo!
–¡Te amo!
–¡Cásate conmigo!
–¡Cambiaste mi vida!
–¡Jaaaaxtooon!
Ahora entiendo por qué papá no les quiere: ¡retrasan los vuelos!
Finalmente cesa el caos y llegó la hora de abordar mi cómoda clase económica hasta bien que nos apartamos con la pareja de ancianos.
Subo al avión, buscando mi asiento con la esperanza de no estar al lado de alguien que quiera contarme la historia de su vida durante las próximas dos horas. Me siento, respiro hondo, y miro por la ventana. Adiós, Ohio. Adiós, mamá. Adiós, papá y tu sabiduría sobre actores sospechosos.
Cuando el avión despega, me doy cuenta de que no hay vuelta atrás. Nueva York, allá voy. ¿Qué es lo peor que podría pasar? ¿Que me pierda en el metro? ¿Que me atropelle un taxi? Bueno, lo importante es que no soy la clase de chica que se rinde fácilmente. O al menos, eso es lo que me repito mientras aprieto el billete de 20 dólares que me dio papá.
Porque si Nueva York se atreve a desafiarme, está a punto de conocer lo que es una chica de Ohio... ¡con pañuelos de sobra para llorar!