El avión aterriza con ese tipo de sacudida que me hace agarrar los apoyabrazos como si estuviera en una montaña rusa con alcance a la estratósfera. Respiro hondo. Ok, Love, ya estás aquí. Estoy oficialmente en Nueva York. Y, por supuesto, el caos comienza en el mismo momento en que la rueda toca el suelo. Todos se levantan como si estuviéramos en una evacuación de emergencia. Soy de esas personas que prefieren esperar, pero en este punto parece que si no me levanto ahora, podría morir sepultada bajo una avalancha de maletas de mano que se sacuden en todas direcciones mientras debo movilizarme entre los pasillos estrechos sumado el estrés de viajar en un asiento de dimensiones equivalentes al precio de mi boleto que me costó pagar, pero que no cubre los lugares más amplios.
Y entonces, lo veo. Al otro lado de la cabina, como un dios bajando del Olimpo, el tipo que debe de ser el actorazo del que todos hablan, pero al cual no juno especialmente.
Sale custodiado de primera clase y, por alguna razón, es como si todo el mundo se moviera en cámara lenta. Su cabello perfecto configura rizos dorados que acompañan su mentón de barba escasa, su mandíbula está cincelada por los mismísimos dioses del cine, y... ¿acaba de sonreírle a la azafata? Claro, porque él sonríe en la vida real también. Lo que hace que los simples mortales, como yo, pierdan el control de sus funciones motoras. (Exceptuando su mirada la cual está injustamente cubierta por unos lentes oscuros).
Intento no parecer demasiado obvia mientras lo observo hasta que lo sacan por algo así que parecer una puesta especial. Su desaparición le quita el botón de PAUSE al mundo y la gente reactiva su rutina desaforada por bajar.
Mientras estoy en mi burbuja de fantasía, llega mi turno de bajar del avión. Sorpresa, sorpresa, mi maleta está atascada en el compartimento de arriba. Le doy un tirón, un segundo tirón... y, en el tercero, la maleta sale volando como un proyectil, casi llevándose a la señora que estaba detrás de mí.
—¡Perdón! Perdón, lo siento mucho—le digo, mientras ella me lanza una mirada que podría cortarme si fuese un cuchillo. Fantástico, Love. Ya estás arruinando la vida de la gente y aún no has salido del aeropuerto—. ¿Está bien?
—Fais attention à ce que tu fais, idiot.
—Oh, si—. No tengo ni la menor idea de cómo se debe hablar en francés—. Ejem, ¿oua, mademoiselle? Creo que significa que está bien.
Termino por avanzar y ella se preocupa por alejarse todo lo posible de mí.
Bajo del avión y me dirijo a la zona de recogida de equipaje, donde empiezo a darme cuenta de que esto de viajar sola a Nueva York tal vez fue una idea más aterradora de lo que pensé. Las maletas comienzan a salir en la cinta transportadora, y la mía, por supuesto, es la última. Mientras espero, veo cómo todos los demás pasajeros recogen sus cosas y se van. Y yo sigo aquí. Sola. Espera, ¿mi maleta habrá decidido quedarse en Ohio?
Después de lo que parece una eternidad, finalmente aparece mi maleta. La agarro rápidamente, pero claro, me doy en la espinilla con ella.
—Ayyy—. Me intento tragar el quejido, mientras intento arrastrarla como si no fuera un bendito tanque de guerra.
Ahora, el siguiente desafío: encontrar un taxi. Porque, claro, soy de Ohio, y en Ohio los taxis no son un deporte de contacto. Pero en Nueva York, aparentemente, lo son. Llego a la fila de taxis y, antes de que pueda levantar la mano para señalar uno, una señora con gafas de sol y un abrigo de piel (¿en serio? ¿piel?) se adelanta y me lo quita. ¡Y con una sonrisa! ¿Qué clase de persona roba un taxi y te sonríe al mismo tiempo? Creo que debería remitirme a mi Plan Uber.
—¡Disculpa, estaba aquí primero! —grito, pero ya se ha ido. Siento que en Nueva York, si no te mueves con la velocidad de un superagente entrenado, te quedas sin transporte.
Finalmente, después de varios intentos fallidos y un par de miradas de "¡Hazte a un lado, novata!", logro meterme en un taxi. El taxista, un hombre mayor con expresión de que ha visto de todo, me mira por el retrovisor mientras me subo.
—¿A dónde vas, chica?—pregunta, masticando lo que parece un chicle ya sin sabor.
—A este hostal—le digo, pasándole un papel con la dirección que tengo. ¿Por qué me siento como si acabara de entregarle una nota de rescate?
El taxi arranca e intento relajarme por primera vez en horas. Me doy cuenta de que la vida en Nueva York es mucho más rápida de lo que esperaba. Los autos se cruzan como si estuvieran en una carrera de Fórmula 1, las bicicletas esquivan peatones, y los peatones... bueno, ellos parecen estar en su propio universo paralelo. Nadie se fija en nadie. Todos avanzan como si estuvieran compitiendo en una maratón urbana. Nueva York, eres un espectáculo, lo admito, aunque quisiera los accesos y transportes exclusivos que tienen las superestrellas como el tal Jaxton ese que vino conmigo en el vuelo. Bueno, no “conmigo” ya que claramente no tengo el target para pagar el boleto que él sí pudo.
Después de un recorrido de lo que parece ser diez minutos de adrenalina pura (y cinco sustos porque creí que íbamos a chocar), el taxi se detiene frente al hostal donde voy a vivir. Bajo con mi maleta y miro hacia arriba. Es... pequeño. Demasiado pequeño. Pero estoy decidida. Subo los escalones y entro. El vestíbulo es tan grande como mi closet en casa, lo que no es decir mucho, porque mi closet en Ohio tampoco es gran cosa.
La recepcionista está detrás del mostrador, más interesada en su teléfono que en mí. Me acerco, sonrío y digo:
—Hola, soy Love Bones. Tengo una reserva. —Ella me mira como si acabara de interrumpir la conversación más importante de su vida y, sin decir una palabra, teclea algo en su computador y luego me pasa la llave de la habitación con la velocidad de un robot. Claro, nada de bienvenida a Nueva York, que tengas una estancia increíble. Aquí está tu llave, no me molestes más.