—Mamá, te lo juro, no puedes decirle a la tía Linda que estoy saliendo con un actor famoso. Solo lo golpeé. Accidentalmente. No es lo mismo.
—¡Ay, Love! ¿Cómo no voy a decirlo? La mitad del pueblo ya está hablando de eso desde que me lo contaste anoche.
—¡Que hiciste qué!
—¿Sabes lo que significa para Ohio? Una hija nuestra golpeando a Jaxton Harris. Eso es prácticamente como si hubieras ganado una medalla olímpica.
—Mamá, te estoy diciendo que no fue algo heroico. Le di un codazo en el estómago. Ni siquiera me vio venir.
Ella se ríe como si hubiera contado el mejor chiste de la historia y yo me froto las sienes, preguntándome cómo es que todo en mi vida acaba siendo un motivo de orgullo para Ohio. Por suerte parece que es broma que ella ha hecho trascender el suceso. ¿Podría haberme caído y aún así, de alguna manera, habrían hecho una pancarta celebrando mi "hazaña"? Bueno, no sé si el Estado completo, pero al menos mi familia y nuestros allegados seguro que sí.
Mamá me ha llamado ayer luego de mi mensaje “prueba superada” y luego ahora en menos de doce horas ya que apenas le respondí un “buenos días”.
—Yo sabía que las clases servirían de algo, cariño—añade ella al respecto de aquel tiempo en que mi padre consideraba óptimo que aprendiera a pelear—, asegúrate de contarle eso a los del canal. Quién sabe, quizá te pongan en la sección de defensa personal—continúa mamá, con su tono lleno de sarcasmo maternal. ¿Existe el sarcasmo maternal? Es como un lenguaje extraño donde las madres consiguen decirte cosas sin decírtelas directamente, casi unas poetas.
—Sí, claro, porque lo único que me falta en este canal es que me tilden de "la chica curvy que golpea famosos".
—¿Cómo que “curvy”?
Es que claro que no le he contado que me han puesto como la cuota de diversidad.
—Nada, mami. Llego tarde. ¡Te llamo luego del trabajo!
—¡Tendremos los televisores puestos a toda hora en tu programa cielo!
—No es “mi” programa, mam…
—¡Mucho éxito, cielo, te amamos!
Caray, además del sarcasmo maternal creo que también debería existir un “intensómetro” que mida el nivel de intensidad de las madres justamente.
Al llegar al estudio, mis primeras tareas incluyen investigar para mi columna, lo que me da tiempo de actualizar mi LinkedIn e Instagram, porque, vamos, es el mundo moderno y ¿cómo se supone que la gente sepa que trabajo en Nueva York si no lo anuncio con bombo y platillo en redes sociales? Aún estando advertida de que en el mundo moderno los trabajos tienden a durar lo mismo que un suspiro, pero si no lo comunicas, el suspiro no existió.
Así que ahí estoy, subiendo una foto mía frente al canal, intentando que la sonrisa nerviosa no se vea tan obvia. Caray, tengo que acostumbrarme a sonreír a cámara, eso es algo que debería entrenar. Las chicas que vienen a estos espacios saben exactamente qué rostro poner o de qué manera ubicar las manos. ¡Las manos! ¡Bendita disyuntiva qué rayos hacer con las manos en las fotos! Además, el asunto de la sonrisa. ¿Mostrar los dientes o no hacerlo? ¿El colorete fue algo exagerado? ¿Queda bien en una chica millenial eso de no sonreir para las fotos y poner los ojos como que tienes sueño o como que el mundo entero te es indiferente como hacen los generación Z?
Nah, aquí en Nueva York todo parece ser exagerado, así que encajo perfectamente. Lo único que temo es que, en dos semanas, mi columna sea un fracaso, y termine siendo recordada como “la chica que soñó demasiado alto y volvió a Ohio con las manos vacías”. Dios mío, Love, deja de sobrepensar porque caerás en un estado depresivo. Pero, claro, vengo de un lugar donde conseguir un empleo en Nueva York es equivalente a ganar el Super Bowl, así que la presión está ahí. Muy presente.
Mi gran momento de paz llega cuando estoy sentada en mi escritorio, fingiendo que tengo todo bajo control mientras busco artículos inspiradores para mi columna y me pongo a tono con el mundo del espectáculo pese a que me importa un comino.
—¿Disculpa?
La voz de una chica me llega justo cuando estoy a punto de ponerme a escribir el primer párrafo de mi guión para la rutina.
Al elevar la mirada, la veo: toda con pestañas enormes, labios gruesos, el busto tan escotado que va a atrapar una neumonía y las uñas tan largas que me recuerda al joven manos de tijeras.
—Ejem, ¡hola! Soy Love, ¡un gusto!
—Todas se ponen “Love” en el nombre artístico hoy, te sugiero elegir otro, cariño. Y otra silla, porque esa es la mía.
Parpadeo e intento explicarme ante el malentendido:
—Es que mi nombre realmente es Love. Love Bones, un gusto.
—Mi nombre es Chloe Boomer y estás en mi silla, cariño.
—Es que la silla no tenía nombre, lo siento, no sabía… ¡Ah, ya sé! ¿La chica del clima, verdad?
Parpadea haciendo ojitos mientras me muevo y quedo de pie con mi portátil a un costado de la oficina mientras ella se ubica en el lugar, sacar su equipo de maquillaje y se lo retoca frente a la pantalla de un enorme móvil que saca.
—Bueno, Chloe, ¡nos vemos en el programa! ¡Ha sido un gusto!—le digo mientras retrocedo y termino por sentarme a orillas de una maceta de concreto ya que es lo único que encuentro como opción.
Poco después, me llaman para unos retoques. La maquilladora, una mujer llamada Lisa, es encantadora. Sin embargo, no puedo evitar notar la diferencia abismal entre lo que está haciendo conmigo y lo que está haciendo con los conductores. A mí me pone un poco de base, algo de corrector y me quita el colorete de mal gusto que me hice al venir.
Tarda menos de dos minutos, literal, en mi rostro.
Al ponerme de pie, me veo casi igual a como llegué, solo que algo destaca más en mi mirada así que le agradezco y me encamino a la salida, cuando escucho su voz:
—¿Love?
Lo veo sentado frente a un espejo con una tablet en la mano con lo que parece ser el repaso de la información de hoy.