Capítulo 2
547 días antes del suicidio
Alex
«Alex no sabe lidiar con la frustración, ese será siempre su mayor problema», me había dicho el señor Jordan delante de toda la orquesta sinfónica del conservatorio. Y no me quedó sino bajar la cabeza y resistir a responderle, porque entonces sería una ofensa y mi mayor problema —como ahora— no iba a ser que me dijera «frustrado» sino que, quizá, estaría más cerca de la expulsión. Una expulsión cuando no me hacían falta más que unos meses para recibirme por fin. Notaba el empeño en demostrar que yo no era lo que todos decían, que al final del día no era más que uno del montón; todo eso, aun cuando él mismo me había pedido que fuera el colaborador principal de la orquesta para el cierre de la temporada. Tenía la opción de retirarme, pero era lo que buscaba, demostrar que no se equivocaba y yo, en mi propio orgullo, no podía darle tal satisfacción porque su asunto conmigo no era académico, sino personal.
No podía plantarme frente a mi papá y decirle «dejé la presentación, el director cree que no sé lidiar con la frustración», porque entonces me respondería «Alex» o quizá me llamaría «hijo», en todo caso sería algo como: «Alex, hijo, estás actuando como alguien que no sabe lidiar con la frustración. Quizá el director no se equivoca». Y no me quedaría más que volver a bajar la cabeza y aceptar que era verdad. Así que al final, terminado el ensayo correspondiente a ese día, solo bajé la cabeza y me marché del conservatorio en silencio, sabiendo que al día siguiente volvería a estar sentado frente al piano escuchando incansablemente al viejo Jordan decirme que estaba yendo a destiempo, que volviera a comenzar. Y así durante las siguientes horas, hasta que de nuevo saliera, pensando en que no iba a renunciar y que se equivocaba conmigo.
Una vez había salido del conservatorio, caminé por alrededor de media hora sin tener un lugar fijo a donde llegar. Al final, cuando parte del enojo terminó menguando y el caminar me pareció un sinsentido, entré al primer local que se me cruzó, resultando ser una tienda medio vieja en la que no encontré mucho, pero que me sirvió como catalizador el recorrer los pasillos hasta conseguir una caja de cigarrillos y un encendedor. Me quedaban, según mis cálculos, unas tres horas y poco más antes de la próxima clase, tiempo que al parecer iba a invertir caminando de regreso y, sobre todo, aclarando la mente. Y pese a que al final decidiera no asistir, aún debía volver en busca de mi auto que había dejado estacionado ahí mismo.
Sonaba en las bocinas de la tienda una nota musical que daba inicio a una canción famosa, pero que por alguna razón no pasaba de esos primeros segundos. Como si la grabación estuviera dañada y no tenía intención alguna de prestarle atención, pero dado que pasaron más de diez minutos desde mi llegada y no cambiaba, terminó recayendo en mi parte de la frustración de la que intentaba deshacerme. Tras maldecir unas cuantas veces, me di cuenta que lo único que podía hacer respecto a eso era pagar y marcharme. Dos personas iban delante de mí; terminé con la mirada en el piso, negando y, dando pasos cortos que iban al compás de los movimientos de ellos. Cerré los ojos cuando no se movieron más, tratando de llevar todos los pensamientos a las partituras, un lugar que parecía tener especial atención por mantenerme ajeno de lo que, irónicamente, el mundo donde eran admiradas podría brindarme.
La cavilación me duró poco, sin ninguna mejora aparente. Abrí los ojos de nuevo, con un cansancio terrible, uno que no tenía nada que ver con un malestar físico o quizá sí, pero vino un poco después cuando terminé fijando la vista en quien estaba delante de mí. Era una mujer, la había visto al ubicarme tras de ella en la fila, pero no le presté atención sino hasta ese momento. Seguía estando de espaldas, de cabello corto, muy corto y negro, apenas le había visto el rostro de soslayo, pero era joven, aunque lo que más llamaba la atención era el vestido que llevaba puesto. Marrón, de tirantes y tan largo que casi le cubría los talones; un vestido estéticamente feo, pero quizá lo pensaba porque seguía molesto y no porque lo fuera en realidad.
El tipo de la caja dijo «siguiente», lo que me llevó a apartar la mirada de la espada descubierta, en la que lo que parecía una cicatriz asomaba cerca de las costillas. Miré entonces al hombre, que no era tan agradable a la vista como la cicatriz o los cientos de lunares de esa espalda, parecía cansado o aburrido, desagradable de cualquier forma y me pregunté si es que también compartíamos el mismo sentimiento de encontrarnos miserables. Él, en cambio, ya era mucho mayor o quizá eran las líneas de expresión que se le formaban con la mala cara lo que le hacía lucir más viejo. La mujer del vestido pasó adelante, el «siguiente» iba dirigido a ella, que llevaba en la mano nada más allá de un pastel pequeño de arándano y un zumo. Di también un paso adelante ocupando el puesto que ella dejó vacante, siguiendo con astuto detalle los movimientos, perdiendo de vez en cuando la mirada en la piel desnuda.
«¿Cómo estás Jack?», le preguntó al cajero. Pese a lo delicada de la voz, el tono alegre no pasó desapercibido y, contrario a lo que se esperase, el tipo que ahora sabía se llamaba Jack se limitó a mirarla sin darle una respuesta; a mirarla con la misma expresión de desagrado que antes noté. Pasó los dos artículos por el censor y después se los devolvió en una bolsa de papel. «Son quince dólares, Anne», le dijo al final. Dejó de ser, al instante, la mujer del vestido y se convirtió en «Anne». Así como el tipo dejó de ser el cajero y se convirtió en Jack. Anne me parecía un buen nombre, uno que encajaba con la voz delicada, pero no con el vestido marrón.
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Editado: 30.11.2024