Daño Colateral

Capítulo 8

Capítulo 8

506 días antes del suicidio

Alex

En la casa, justo frente al bar que tenía papá, había un piano negro, brillante y grande. Lo compraron como regalo por mi vigésimo cumpleaños y, hasta ahora, no lo había tocado más de cinco veces. A decir verdad, no tenía absoluta certeza de la razón por la que me pasaba más tiempo observándolo que usándolo. Tal vez seguía teniendo el miedo infantil, irracional, de dañar algo cuyo valor iba más allá de costo material. Yo nunca les pedí un piano, en la casa siempre hubo uno, mi papá sabía cuándo era necesario comprar otro y deshacerse del anterior, él sabía en cuales estaban mis preferencias. Este, el de la sala, por alguna razón me parecía distinto, no tenía que ver con la forma o el color, tenía que ver con la intención. «Tu mamá dijo que cuando lo vio, no imaginó otra cosa sino a ti. Es como tú», fueron las palabras que utilizó mi papá y no las había olvidado, pese a que casi se cumplía el año.

Esa mañana, después de mucho tiempo, terminé sentado delante del piano. Al principio observé nada más: madera, teclas y partituras. Observé sin un propósito claro y, aunque seguí sin tenerlo, comencé a dejarme llevar y terminé tocando. Las primeras notas no pertenecían a ninguna pieza ni tampoco eran producto de la improvisación, simplemente presionaba teclas casi como un ejercicio de manual, uno comprobando que no estuvieran desafinadas. Y, por fin cumplido el protocolo, me animé a tocar el Nocturno en do sostenido de Chopin. Una pieza que mi mamá siempre solía pedirme, de hecho, esa era su favorita; me lo pedía los días en que se dejaba llevar por la melancolía. «Es como ver la lluvia caer», decía. Le recordaba a su propia madre, que había fallecido cuando yo todavía era un bebé. Más allá de las fotos, no tenía ninguna memoria de ella, pero mi mamá sí y se entristecía terriblemente. La toqué porque esperaba sentir el mismo alivio que le veía en los ojos una vez que concluía. Toqué y después ya no pude dejar de hacerlo.

Acompañé la siguiente pieza con un trago de alcohol que yo mismo me serví. Un trago que, un rato después y sintiéndome todavía entumecido, reemplacé por una botella entera. Y, para cuando la tarde se me subió a las espaldas, me dolían los dedos de tanto insistir en exprimir los sonidos, la melodía perfecta. No me llegaba nunca el hastío por tocar; sí el cansancio físico, sí el dolor, pero nunca el fastidio. Sumándole al hecho de que el alcohol me estaba brindando un ánimo extraño, que era similar al desgano, pero que no podía serlo tampoco porque no dejaba de tocar y de tocar. Mi papá solía llegar al bar justo después del trabajo, se metía en la barra y preparaba tragos que él mismo se bebía, pocas veces lo acompañaba mamá y, muchas menos yo; aquel era un ritual suyo de toda la vida, una pasión que nunca apartó y que no compartía con mucha gente. Pero yo seguía sentado en el piano cuando entró; no giré el rostro para verlo, pese a que sentí la mirada de lástima absoluta en mi espalda. Lo escuché caminar hasta la barra, y después mover vasos y botellas. Sabiendo que debía ser yo quien se marchara y no él, decidí cerrar tocando el Gymnopédie nº1 de Satie, que era la favorita suya. Él no me la pedía, le daba vergüenza, pensaba que me molestaba y pese a que nunca lo dije, la verdad era que no me molestaba y solía tocarla cuando menos podía esperarlo. Como ahora.

Cerré los ojos cuando iba alcanzando el final. «No es tan fácil como parece», pensé una vez presioné la última tecla y mis manos quedaron ligeramente suspendidas en el aire, sin saber que venía después de esa nada. Y no lo pensaba por la pieza sino por el amor mismo.

Una vez me levanté, con el plan inicial de marcharme para dejarlo solo, él no tardó en hablar: «¿Quieres que te prepare un trago?», me preguntó. Así que en lugar de ir a la salida, caminé hacia el bar donde él me recibió con una sonrisa, aunque eso no la libraba de ser una de auténtica pena. Justo lo que temía, que sintiera por mí lastima. Dejé sobre el mesón la botella vacía que me había tomado y que había tomado de las suyas, las que más le gustaban. No hubo ningún reclamo, en cambio, la guardó donde solía dejar las que estaban vacías. Me pidió que me sentara y añadió: «Gracias por el Gymnopédie, hace tiempo que no la tocabas. ¿Alguna razón en especial?».

—Ninguna —respondí.

Hice una pausa.

—Era solo para ti.

Papá no me dijo nada, apenas sonrió como si la respuesta no le fuera del todo honesta y sí, no se equivocaba en pensarlo. Llevaba la última semana sintiéndome terriblemente herido; no se trataba de un corazón roto sino del orgullo. Y solo porque tenía claridad en eso no podía culparla, por mucho que deseara hacerlo. Pero, sobre todo, no podía acarrearle ninguna culpa a Anne porque yo me había equivocado en creer que era el momento. Un momento de poca lucidez que me transformó en un tipo ridículo. Sentía vergüenza por mí, por lo que había hecho y pensado previo al beso, porque cuando se apartó espantado de mi lado, mirándome más cerca del espanto que de la dicha, solo pude comprender que terminaba de meter la pata hasta el fondo.

¿Por qué bajé tanto la guardia respecto a Anne? Es decir… todo parecía ir bien, de la forma natural de bien. De cómo van las cosas que terminan encausadas en un beso, por eso no contemplé que también tenía la mitad de las posibilidades jugándome en contra. Y sí, salieron mal. Muy mal. No solo porque había huido despavorida esa noche, sino porque se negó a recibirme cuando fui a buscarla y dejó de responder el teléfono; ahora era Adrien quien lo hacía, solo para decirme las más absurdas excusas. «Hoy no está en la librería, está indispuesta, Alex», «en este momento está con unos clientes, pero le diré que te devuelva la llamada». No lo hizo, no me llamó de vuelta, dejando que los días siguieran yéndose sin nada más que la maldita zozobra.




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