Daño Colateral

Capítulo 8

Capítulo 8

507 días antes del suicidio

Alex

En la casa, justo frente al bar que tenía papá, había un piano. Lo habían comprado como regalo por mi vigésimo cumpleaños. No lo había tocado más de cinco veces, hasta ahora. Era de un color negro brillante y me gustaba pasar más tiempo observándolo que usándolo.

          Por la mañana me había sentado ahí y después de un rato de pensar por fin comencé a dejarme llevar. Lo primero que toqué fue Op. 9 nº2 de Chopin y después no paré. Después acompañé la melodía con un trago de alcohol, el que eventualmente reemplacé por una botella.

          Cuando iba dando la tarde, ya sentía los dedos entumecidos y decidí que lo último que tocaría sería claro de luna. Cerré los ojos y disfruté cada una de las notas, aquello formaba parte de mí y no veía manera de que cambiara. Cuando me sentía herido aquel era mi lugar seguro, cuando no tenía esperanzas siempre podía encontrar un lugar donde descansar. Un lugar donde el mundo parecía desaparecer y solo estaba yo, en medio del universo, dejándome llevar por el sonido. Porque podía escucharme a mí mismo, a mi propio corazón a través de aquel objeto.

          —No es tan fácil como parece —me dije, una vez terminado. Pero no me refería a claro de luna, sino al amor.

          Cuando me levanté, fui directo al bar y volví a sentarme ahí.

Le di un último sorbo a la botella, dejándola por completo vacía. Papá hacía de bartender. Su mirada me decía cuanta lástima estaba sintiendo por mí, pero me daba igual.

Él había escuchado al menos la mitad del recital que terminaba de dar.

Me sentía herido, aun así, no podía culparla por mucho que deseaba hacerlo. En realidad, era más mi culpa, por creer que era momento de dar un paso al frente.

Que ridículo me había visto. Incluso sentía vergüenza de mí. ¿Cómo había bajado tanto la guardia? Es decir, de un momento a otro sentía que todo iba fluyendo tan bien que no había manera de pensar en que algo iba a salir mal.

—¿Puedes pasarme otra botella? —le pregunté.

—¿Alguna en especial?

Negué, elevando los hombros.

Unos segundos más tarde dejó frente a mí una nueva botella, aunque esta era mucho más pequeña que la anterior.

Al salir del conservatorio pasé directo a casa. Antes de haber comenzado a tocar le había mencionado a papá lo que sucedió con Anne, quería encontrar una justificación a su reacción, pero quizá solo debía haberme guardado todo.

Quería que alguien me dijera que no me había equivocado. Que tenía razón, que me había dado señales o cualquier cosa. No hubo nada de eso.

—Así que… el conservatorio ha ido bien —murmuró, descansando su cuerpo en la barra—. Creo entender lo que te sucede.

—No me sucede nada. Todo va bien —suspiré.

Noté que intercaló su miranda entre la botella de alcohol y yo. De todas formas, sabía que sería prudente respecto a eso, o al menos eso esperaba.

No me gustaba como ella comenzaba a turbar mi vida, no me gustaba que le hubiera permitido hacerlo. Le confié mucho demasiado pronto, o solo sucedía que el problema no era yo sino ella.   

—¿Seguro que estás bien, hijo? —reiteró la pregunta.

Levanté un poco la cabeza, mirándolo.

—¡Estoy de maravillas! —ironicé—. Antes no me había sentido mejor.

Soltó una leve carcajada, negando. Comprendí entonces que creer que iba a quedarse callado era un error. Sí, quizás estaba dándole demasiada importancia a ese asunto.

—Nunca imaginé que llegaría el día en que tendría que ver a mi hijo de esta forma, y todo por una mujer —se burló, dándome unas palmadas en la espalda—. Creí que estabas por encima de eso, Alex.

Ese había sido un golpe bajo a mi orgullo.

—Yo también lo creía —murmuré apenas para mí.

Intentaba hacerme el desentendido con este sentimiento, se suponía que yo tenía el control… sobre todo. Pero, luego de besarla, todo se había ido al carajo. Y no solo eso, verla huir de mí solo fue aún más devastador. Lo hubiera entendido si luego de eso ella me hubiese permitido al menos hablarle solo por unos segundos, pero no había hecho más que evitarme y esconderse, pidiéndole a Adrien que dijera excusas tontas.

Quería creer que todo ello era, porque al igual que yo, sentía más de lo que podía decir.

Poco más de una semana, era el tiempo que había transcurrido desde entonces, y había sido suficiente para sentirme derrotado.

—Deberías ir a buscarla —sugirió papá, dándose también un trago—. O buscar otra. Eres tan joven, hijo, debe haber un centenar de jovencitas a las cuales les gustaría salir contigo.

Si esa fuera la cuestión lo hubiese solucionado desde mucho tiempo atrás. Pero era mucho más complicado que eso y dudaba mucho que lo entendiera.

—No quiero salir con otras mujeres —le hice saber.

—Por favor, hay tantas mujeres. En todos lados, dispuestas a todo. Y que no van a huir de ti. No te vuelvas un mártir del amor.




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