Daño Colateral

Capítulo 24

Capítulo 24

21 días después del suicidio

Alex

Me sentía un completo idiota, una vez más.

Porque estaba tragándome el poco orgullo que aún me quedaba, teniendo en cuenta que Silvie me aseguró que yo sería quien iba a terminar buscándole por la verdad, y ahí estaba. Pero suponía que Anne lo valía. O bueno, aquello que ambos vivimos. Que al menos merecíamos tener un cierre, de algún modo, porque entre los dos quedaba mucho hilo por coser.

Me había pasado días enteros dándome golpes de cabeza, pensando sobre si debía venir o no, escuché a Emilie insistir las mismas veces.

—Buenos días, señorita —saludé a la mujer de la recepción—. Busco a Silvie Schneider, me ha dado esta dirección.

Le enseñé el pedazo de papel y ella lo tomó, después de mirarlo, se dirigió a mí con el ceño fruncido.

—¿Usted es el señor Haskell? —Inquirió. Asentí confundido—. Silvie nos ha mencionado que vendría a verle pronto, que cuando lo hiciera pasara a su habitación.

—¡Genial! —Exclamé, aunque no era emoción lo que sentía.

Toda la situación se estaba volviendo en algo demasiado misterioso para mi gusto. La mujer me anotó el número de la habitación en un papel y me lo entregó.

—El ascensor está a la izquierda —me indicó—. ¡Qué tenga un excelente día!

Seguí todas las indicaciones, tal como lo haría un niño. Tal como lo haría un loco enamorado o alguien con el corazón roto. Alguien que quiere saber para sanar y avanzar, pero sobre todo… alguien que extraña, que ama y añora.

Tres semanas y unos cuantos días, eso era lo que había pasado desde la muerte de Anne. Y mi existencia estaba volcada al caos desde entonces. Aunque dolía admitirlo, la única cosa que le daba sentido a mi vida ya no estaba, se esfumó del mundo. Ni siquiera podía ir a visitarle, porque todo se había vuelto más complejo.

Me detuve justo en el pasillo, al percatarme de la pared, sí, la pared. Era muy colorida, tenía dibujos de cientos de flores, todas de diferentes clases. Anne la hubiera amado, fue lo primero que pensé. No era fría y sin sentido como la pared blanca que estaba en mi apartamento. Deslicé los dedos sobre ella. Quería sentir la textura y fue una extraña, pero bonita, sensación.

Colores, colores, colores. 

Extrañaba tanto a Anne, cada maldito segundo de mi vida. Y quizá el problema estaba en que me había enamorado de alguien que solo me necesitaba para matar sus ratos de soledad.

—¿Se quedará ahí todo el rato?

No me tomó por sorpresa la pregunta, la había visto acercarse por el rabillo de mi ojo. Esa mujer no me agradaba, la forma de expresarse y de moverse, parecía juzgar a todos con un aire de grandeza.

—Puedo adivinar en qué estabas pensando —dijo de nuevo, ubicándose a mi costado derecho—. ¿Quieres que lo haga?

—Adelante —la alenté.

Soltó una risita, después suspiró.

—Tenía un paciente que solía pasar horas y horas observando paredes, decía que era maravilloso cómo se creaban los colores, las formas, las texturas. Te pasa lo mismo. ¿No es así?

Mi entrecejo se arrugó. Me interesé, pero no porque hubiera acertado.

—¿Pacientes? —Pregunté.

—Sí, tengo algunos.

Ordenando todo, podía inferir que Anne fue uno de esos pacientes a los que se refería. Aunque Silvie no parecía tener más de cuarenta años, aun así, actuaba… no sé, diferente a los que uno se espera. Y, que lo mencionara, me hacía pensar que parte de su manera de ser era por esa razón, parecía intentar leer y predecir mis movimientos y pensamientos.

Jodida rara.

—En realidad, solo pensaba en Anne, odiaba las paredes blancas de mi apartamento —confesé—, creo que esta pared le hubiese gustado. Quizá hubiese bromeado sobre cambiarla por esta.

Hubo un laxo de silencio entre los dos, al tiempo en que ninguno apartó la vista.

—Sígueme —dijo ella, iniciando el andar rumbo al ascensor.

Antes de irme, deslicé los dedos de nuevo por la superficie, y un suspiro se me escapó del cuerpo.

—Soy muy valiente odiándote de lejos, pero sé que si te tuviera a diez centímetros mi cuerpo diría lo contrario —susurré, seguido de una larga exhalación.

Di vuelta dejando atrás aquella pared con flores, y me adentré en el ascensor. Silvie estaba cruzada de brazos en una de las esquinas. El descenso fue en completo silencio, y el resto del camino igual. Yo le seguía sin preguntar y objetar nada. Me impresionaba que conociese la ciudad, teniendo en cuenta que no era de aquí y que, según lo que sabía, no había estado antes.

No fue hasta un par de calles después que noté a donde me estaba llevando. Sentí que el corazón me amenazó con detenerse ahí mismo. La calle en la que estaba la librería y, también la tienda, esa donde la conocí.

No, no podía hacerlo. No era el momento, no era una opción.

La brisa me golpeaba el rostro, quemándome los labios y secándome los ojos.




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