Daño Colateral

Capítulo 32

Capítulo 32

61 días después del suicidio

Alex

Anne me dolía viva y también me dolía muerta. Esa había sido nuestra historia; una eterna sucesión de diferentes dolores. Unos leves, otro más agónicos. Algunos tolerables y otros insufribles. Pero la cuestión de vivir de ese modo es que llega un momento en que dejas de distinguir entre las cosas que deberían o no doler. Porque ahora me preguntaba, en medio de las cavilaciones nocturnas, si cuando ella estaba viva sentía dolor, ¿cuál era la diferencia ahora que estaba muerta? Supongo que iba un poco arraigado al hecho de que, ahora, no había forma de que me consolara por el dolor infligido. Estaba viviendo en una constante de sufrimiento, que con los días se volvía implacable, pero ciertamente provenían de una misma cosa: ella. Ya no tenía las cuestiones de las dudas, o quizá sí, pero no lo sentía tanta.

          Había días en los que no me sentía tan deprimido en lo que era capaz de salir al jardín o ver la televisión. Me gustaba contemplar como iba pasando la vida y yo seguía ahí, hecho una mierda. Seguía preguntándome si eso cambiaría en algún punto —no me entusiasmaba la idea de seguir así—. Y es que, entre tanto, lo que pedía no era olvidarla, no era lo que quería, sino más bien el poder aceptarlo y conseguir vivir con esa verdad. Pero había otros días, como este, en los que ni siquiera deseaba levantarme de la cama, en los que bañarme o lavarme los dientes parecía un desafío imposible de cumplir. Era uno de esos días en los que el nudo en la garganta aprieta y que se siente —lo que uno no puede describir con palabras— presente en el pecho. Era una sensación horrible, porque quería llorar y de alguna forma descargar el dolor, pero no era capaz de hacerlo. Me sentía impotente por ni siquiera poder con eso. ¿Cómo iba a sobrevivir al mundo?

          La depresión se siente en todas partes. Todo el tiempo: Siento como se me escuece la piel de la espalda, pero cuando me giro de medio lado, no desaparece. Me duele el pecho, los huesos, las articulaciones. Soy incapaz de moverme de esta cama y no quiero hacer nada diferente a llorar. Tengo un hueco en el pecho, por ahí es donde entra el aire, ese mismo que me quema la piel y me hiela los huesos.

          Es ella, es la parte que me falta.

80 días después del suicidio

          Supongo que todo llega en algún punto y no me refiero al completo olvido o a la terminación absoluta del dolor, sino más bien a que consigues que se vuelva tolerable. Y justo eso me pasó cuando de desperté esa mañana, porque estaba pensando en Anne, pero no sentía que se me iba la vida. Estaba ahí, como siempre, presente y constante, pero parecía un recuerdo estático en medio de las afluencias de las heridas causadas. No le daba ese crédito al tiempo, porque siendo honesto, a mí me parecía que el tiempo iba a matarme en algún momento, sino que se trataba de encontrar el punto de equilibrio entre vivir —en carne propia— el dolor y encontrar ayuda para poder sobrevivir ese dolor.  

Después de la conversación con mamá, a petición de ella y en consenso conmigo, buscamos una consulta psiquiátrica. Y joder, fue una completa tortura. No sé como explicarlo, ya era complejo lidiar con todo y tener que hacerle frente no era ni por asomo igual de complicado, pero tuve que hacerlo. El psiquiatra, era un hombre bastante mayor de por lo menos sesenta o setenta años, tenía una actitud afable y me había llamado muy valiente. Me dijo que nadie se libra de que le rompan el corazón y pensé que no tenía idea de lo que hablaba, hasta que me explicó que la muerte de Anne no había sido aquel punto de inflexión en mi vida, sino que comenzó el día en que nos conocimos, porque —aunque no fuera consciente— había anticipado la muerte de ella desde ese momento. Que se me rompió el corazón cuando me enamoré, no cuando se marchó y me di cuenta de que tenía razón.

Aquel día me explicó, lo que él llamaba, «lo esencial para vivir», que consistía en entender tres conceptos: el vacío, el miedo y la terrible espera. De esa manera, la muerte cobra sentido por la vida, y, la vida cobra sentido a partir del vacío, el miedo y la terrible espera. Los dos primeros conceptos los entendí, pero el tercero tuvo que explicármelo —resultando no ser tan complicado y sí, quizá, el más importante—, me dijo que, todos, todo el tiempo estamos esperando que suceda algo. Nunca importa que será, pero tenemos el presentimiento de que ocurrirá y nos inmiscuimos en eso, esperar. La vida consiste en esperar que suceda algo.

—Tú esperabas que Anne volviera, que no se fuera, que te quisiera, que se quedara, que fueran felices, que tuvieran hijos, que no fuera cierto que estaba muerta. Hasta ahora, sigues esperando que todo esto sea un sueño y que, en algún punto despiertes con ella ahí, a tu lado. Te sientes vacío y tienes miedo. Pero lo peor de todo, Alex, es que estás en la terrible espera.

Tenía razón en eso. Así que decidí que iba a confiar en él, porque necesitaba confiar en algo o en alguien, necesitaba tener esperanzas. Me dijo que estaba enfermo, que la mente, al igual que el cuerpo se enfermaba y debía tratarlo con la misma o mayor importancia. Tras un diagnóstico, comencé a tomar medicamentos y a asistir a psicoterapia dos veces por semana. Cada vez que hablábamos le pedía que volviera a hablarme de la terrible espera, porque me había resultado un concepto fascinante, sobre todo porque explicaba a la perfección lo que había sido mi relación con Anne: una terrible espera.  




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