Capítulo 33
20 días antes del suicidio
Alex
Ella me habitaba como nunca nadie lo había hecho, me consumía por completo y aunque cualquiera sabe que eso no es bueno, a mí en ese momento me parecía el clímax y la conjugación final de lo que significaba estar enamorado.
Era una mañana fría, como todas las que antes habíamos pasado frente a nuestro pedazo de mar. El oleaje era mucho más intenso que aquellas veces, pero aun así, sentíamos como el frío se apoderaba de nosotros. Me gustaba aquella playa, no solo por lo que significaba para los dos, sino porque en realidad era preciosa. ¿Cómo es que nadie antes se había dado cuenta? Esta frente a los ojos de todos, pero solo nuestras almas parecían apreciarla mucho más allá de la constitución material. Me quedaba claro que eso también sucedía con las personas.
La brisa soplaba casi embravecida, haciendo que el cigarro que sostenía entre mis dedos se consumiera mucho más rápido. El cabello de Anne también revoloteaba al ritmo del viento, como si ambos estuvieran en medio de una daza que nadie más podía entender. Ella, que estaba recostada en mi hombro, se abrazaba a sí misma, tratando de encontrar un poco de calor. Nos habíamos convertido en un instante perfecto e incluso a mí me constaba aceptarlo. Me estaba habitando, como nadie lo había hecho, como ella no lo había hecho antes y solo podía pensar en la felicidad que eso me producía.
Éramos.
En medio de la inmensidad y la infinidad del tiempo, en aquel irremediable instante éramos.
—Al final no estaba tan equivocado —murmuré. Moviéndola ligeramente—. Es como un invierno eterno. Creo que un par de mantas no nos hubiera venido mal.
Sentí la vibración, producto de la sonrisa de Anne, que me recorría el cuerpo.
—Cuando alguien habla de la playa lo único en que piensa es en el sol, brisa, broncearnos. Pero creo que nos hemos equivocado de época.
—No nuestra playa.
—¿Nuestra?
—Sí, Anne, nuestra.
Volvió a reírse, aunque esta vez no pensé en la vibración sino en que ella no se diera cuenta de aquellas cosas. Que aquel espacio tan nuestro no era como los demás, que aunque no lo notáramos, tenía más de nosotros que cualquier otro. Nos había reunido una vez, sin siquiera alguno de los dos saberlos y nos arropó con la inmensidad que solo él conocía y ahora me parecía imposible que alguien consiguiera deshacer lo que ahí se había vuelto sólido.
Estábamos sentados sobre una toalla que Anne había colocado sobre la arena. Era todo improvisado, incluso el viaje. Anne, que no conseguía conciliar el sueño por aquella semana, así que me había pedido a mitad de la madrugada que la trajera aquí. No existía manera en que pudiera negarme. Conduje unas cuantas horas y, con apenas suerte, conseguimos apreciar el amanecer.
—¿Puedo abrazarte? Pareces necesitar con urgencia un poco de calor.
—Por ahora no —dijo Anne, suspirando—. No quiero que el olor a cigarro siga impregnándoseme en la ropa y el cabello. De todas formas, no tengo tanto frío como parece.
—Solo son para calentarme el cuerpo.
Anne volvió a guardar silencio, se mostraba contemplativa aquella mañana. Era extraño, de algún modo, porque cuando le veía los ojos no encontraba nada ni siquiera el reflejo de los rayos del sol. Parecía un lugar lejano e inhabitado. Estuve a punto de preguntarle qué era lo que estaba pensando, pero no hizo falta, tras unos minutos murmuró:
—Quizá no hubiera sido mala idea traer al perro. Creo que lo hubiera disfrutado mucho.
—Sí, lo que creo sería mala idea era el hecho de aparecer en medio de la madrugada en casa de mis padres.
—Bueno, eso también es verdad.
—Tendremos tiempo, ya vendrá después.
Tras unos minutos volví a prender otro cigarro, aunque en el fondo no lo necesitara. Quizá solo buscaba la manera de ocuparme. Anne estaba mirando el mar y me pregunté si ella también pensaba en lo que se escondía al final. Era probable que lo que estuviese pensado fuera mucho más interesando que lo mío. Era siempre así. En un impulso deslicé mi pulgar por su mejilla, que se había tornado de un carmesí producto del frío implacable, después le rocé los labios y me pareció que nunca había conocido ni iba a conocer a alguien que se le pareciera. Muchas veces me parecía un sueño y me consolaba saber que habitaba en mi mente, haciéndola más suya que mía.
Me acerqué un poco a ella, tomándole el rostro entre ambas manos y la obligué a mirarme. Quería que fuera consciente de aquel momento, que estábamos ahí cuando el destino podía enviarnos a cualquier parte, pero aun así, estábamos ahí. La besé entonces, despacio y me recibió unos labios suaves y sobre todo míos. El sabor de su boca se entremezcló con el sabor del cigarro, que aunque no fuera tan romántico, aquel siempre me había parecido tan nuestro. Fue un beso lento, como si no tuviéramos oportunidad de uno más y lo extendí tanto como pude, hasta que ambos necesitamos respirar de nuevo.
Sentí un vacío terrible entre los dos cuando se alejó. Aquello me pasaba más seguido de lo que me hubiese gustado admitir.
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Editado: 30.11.2024