Daño Colateral

Capítulo 35

Capítulo 35

Dos días antes del suicidio

Alex

La vida con Anne era difícil; ella no era como el buen café de las mañanas; no era encontrarse con un buen libro al que leer y que te hace dejar de pensar en todo; estar con ella no era probar la dulzura de unos labios tiernos y mucho menos sentirse en el paraíso. A decir verdad, estar con Anne era como habitar el mismísimo infierno. Anne era como tormenta —de esas que destruyen todo al paso— pero haciéndole también venía a la honestidad, a mí no me importaba. Ella era como un maldito tornado. Cada día me levantaba junto a un puto tsunami y compartía mi vida con una línea suspensiva y peligrosa. Aun así, con todo eso, yo era absoluta y plenamente era feliz.

Sabía que no había forma de librarme del inminente desastre, pero era tan feliz; como nunca en la vida iba a poder serlo.

Ahora que lo pienso, creo que desde que conocí a Anne no había pasado una sola noche en la que no me sienta desolado, triste y descontento; pero eso era lo único que teníamos, esa era, en esencia, lo que constituía toda nuestra relación. La tristeza repentina se había vuelto habitual y quizá llegué a confundirla con la sinceridad fortuita del amor. Debo admitir que eso es culpa mía, porque lo permití, lo acepté y lo interioricé. No consideré nunca la idea de separarnos, no me parecía viable de ninguna forma y puede que, aunque parezca cruel, esa hubiera sido la única forma de librarme del sufrimiento que después me causó su muerte. Pero bueno, ahora hemos vuelto al pasado, ese, en el que aun estaba viva y en el que —muchas veces, más veces de las que quiero admitir— quiero quedarme a habitar; pese al dolor, a la iracunda mirada de Anne, al desconcierto… habitarlo, solo habitarlo.  A Anne le pasaba algo similar, no conmigo, por supuesto. Y creo que, algo que siempre me ha caracterizado, es mi terrible curiosidad y la pésima prudencia, así que cada vez que tuve la oportunidad le pregunté aquello que creía nunca tendría una respuesta —que no estaba tan equivocado después de todo—. Debían pasar más de las dos de la mañana cuando aparté la mirada del techo para mirarla a ella y preguntarle, sin previo aviso:

—¿Tendrán que pasar años para que sepa quién es Gerald Wentworth?

Entonces me miró con un descontento que poco después se transformó en una irremediable tristeza que lo único que consiguió fue hacerme sentir mucho más triste, rabioso y desorbitado de lo que ya me sentía. Así que solo me quedó callarme, tragarme las preguntas y esperar que fuera el tiempo —o las circunstancias— el que terminara por ponerle un rostro, una historia y unas vivencias a aquel nombre, porque una cosa era cierta; Anne no lo haría.

Era, y seguiría siendo, indescifrable para todos; Anne era un completo misterio, y aunque yo me jactaba de conocerla mejor que nadie, la triste realidad era que no lo hacía, ni siquiera un poco. Estaba enamorado de ella y ese sí que no era ningún secreto. Papá y mamá la conocieron una tarde en un pequeño restaurante de mariscos; y me parece importante recalcarlo porque sí, ya se habían visto una vez (el día de la presentación, en el camerino), pero ahora era diferente, no solo en las circunstancias sino también ella era diferente a la de aquel momento. Además, las situaciones no tenían nada que ver entre sí, por lo que lo más adecuado e idóneo era separarlos y volverlos a juntar, como si fuera la primera vez. Pasamos una tarde agradable, donde ninguno parecía dispuesto a dejar morir la conversación —cosa que me sorprendió tratándose de Anne— y, después, cuando regresamos a casa, me dijo que le hubiera gustado tener más tiempo. No era un invento mío, utilizó aquellas palabras; ¿quién en mi lugar no hubiera pensado que todo iba bien? Fue la última vez que ellos coincidieron.

Oh, las jodidas últimas veces, ¿por qué nunca nadie nos advierte de las últimas veces? A mí ahora me parecen mucho más terribles de recordar que las primeras veces.

Por aquellos últimos días —de los propios últimos— sentía que Anne me esta volviendo loco, de todas las maneras en que uno puede volverse loco. Había noches, en las que no podíamos conciliar el sueño y nos quedábamos tirados en la cama; con las sábanas cubriéndonos hasta el pecho y mirando la blancura del techo, sintiendo que podíamos encontrar la infinidad ahí, entonces me parecía que no estaba tan loco sino más bien que estaba enamorado.

Dos días antes de su suicidio, en aquellas noches de noches, pasó algo que hoy me hace eco en la memoria. Anne, que se negaba a recibirme en su apartamento, me había pedido vernos ahí. Así que pasada las nueve de la noche aparecí.  

—Solo encontré un local de comida abierto —fue lo primero que le dije—, lo cual es raro, pero muy cierto. No había nada más.

Anne llevaba puesto el vestido aquel, el que tanto detestaba y supongo que eso debió decirme mucho en ese momento. Por deducción sabía que había ido al cementerio; como si volviera a retomar un hábito viejo y debo admitir que no me gustó, aun así, no dije nada. Terminó por sonreírme y se hizo a un lado para dejarme entrar. Pero a mí ya me había pasado algo, como si en el pecho se me formara un hueco que se iba haciendo más grande con cada segundo que comenzaba a pasar.

—¿Qué tal el tráfico? —preguntó, dirigiéndose a la pequeña sala—. ¿Algún cambio?

La seguí muy de cerca, casi cabizbajo.

—Agobiante. Irritante.  

—Es normal aquí, ¿no?




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