Capítulo 37
Muchos años después del suicidio, en algún punto del presente.
Alex
Una vez leí que no existen los finales felices, que solo hay historias terminadas de contar antes de su final. Y el final último de los humanos es la muerte, al menos es el que se conoce.
Ahora, después de la breve introducción, de describe en pocas líneas lo que fue esta historia, tengo la intención de hablar de otras cosas. El día del cementerio, cuando caminaba a la salida —poco después de terminar la conversación con la hermana de Anne—, me di cuenta de que en realidad no me importaba que me hubiera mentido, que aquello nunca había sido lo que me causó molestia, porque, incluso, dejé de pensarlo en pocos días; pero que también, no entendía, en una totalidad, qué era lo que sí me molestaba. Aun hoy, en el presente y con los años corriéndome en la espalda, no tengo claro que era. La mayor parte del tiempo me culpaba a mí mismo por lo sucedido, como si yo la hubiese matado, entonces ¿por qué estaba molesto?
Recuerdo haber hecho el trayecto del cementerio hasta el edificio donde vivía, caminando. No sé si lloré, supongo que sí, la cuestión es que, al entrar al apartamento, me quité el saco y seguí caminando hasta la habitación; después me metí bajo las sábanas y me quedé dormido. Estaba tan cansado que no tuve tiempo para seguir lamentándome y llorando; me desperté pasadas las tres de la tarde del siguiente día y tuve la sensación de haber soñado con Anne, aunque lo cierto era que no lo recordaba (ahora que lo pienso, creo que no soñé nada en realidad y no era más que una consecuencia de lo vivido los días posteriores), era más la sensación de perdida. Recuerdo quedarme sentado al borde de la cama, aun con los pantalones y la camisa, mirándome los pies. Creo que estuve tratando de recordad el sueño, por al menos una hora más, hasta que, rendido, me puse de pie y fui directo a la cocina.
El apartamento parecía impoluto.
En la cocina, me bebí un vaso de agua y después comencé a llorar. Llamé a un local de comida y luego a la licorería —aun llorando— para pedirle un encargo. Cuando bajé al lobby a recogerlo, seguía llorando, estaba desconsolado y, aun sintiendo que me moría, no me molestaba que me hubiera mentido. Debo admitir ahora —con más honestidad que entonces— que tampoco me dolía el hijo perdido, quizá porque nunca fue algo tangible o verdaderamente real para mí; pensaba solo en Anne. En ella y en mí y en lo solo que me había quedado (era la visión del duelo, supongo). Creo que me molestaba que hubiera sido egoísta, que a mí me parecía era solo un privilegio mío.
Ahora, después de tantos años, aún hay días en los que aun me despierto llorando y con aquel mismo sentimiento de haber perdido algo y de no saber que es, momentáneamente. A raíz de ese hecho me di cuenta de que lo que más me aterra(ba) en el mundo (dejando aun lado dos cosas importantes y de las que, quizá, les hable después) es el olvido. Sobre todo el hecho de tener que olvidar a Anne; pienso muy seguido en que los años van pasando y yo con ellos, comienzo a hacerme un hombre viejo y es inevitable que en algún punto comience a olvidar. Alrededor de cuatro años atrás —si no me fallan mis cálculos— conocí a un chico, bastante joven y partidario de vivir entre la línea de la utopía y la anarquía, a quien también le asustaba olvidar. Fue la única persona a la que le hablé de ese miedo. Vale aclarar que nunca nos volvimos a ver, era muy joven.
Siempre dicen que los años no viene solos y… hablando de años, no sé con certeza cuantos deben haber pasado desde la muerte de Anne. Deben rondar entre los cinco o diez; de todas formas, acudo siempre a aquella, nuestra playa, una sola vez durante estos años como manera de recordar los buenos tiempos; no en el día que falleció sino en los días en que creo se puede rememorar algo. Me parece que aquel lugar es lo más propio a una tumba y que, de igual manera, le hubiese encantado estar. Una vez llevé al perro —más de mis padres que nuestro— y a ellos también; les conté toda nuestra historia, pero fue extraño que no sonara linda sino que más bien fuera muy triste; aquello me sirvió para darme cuenta de que lo que habíamos vivido no fue más que una historia triste de amor. Aun así, no me arrepiento de haberme entregado en cuerpo y alma, tampoco del amor que le tuve y aun le tengo. Creo que son de las pocas cosas que volvería a experimentar, aun sabiendo el final que tuvieron.
Trato de no pensar con frecuencia en las cosas que he olvidado (como era besarla o mirarla), aunque siento que con el tiempo va siendo más obvio; intento relacionarlo con sensaciones, que me resulta mucho más innato del querer y no tan jocoso en el hacer. Creo que algo que siempre tengo presente es el olor de su departamento, la última vez que lo visité. Se aferra a mí y lo recuerdo siempre; pienso en la carta.
Supongo que, después de todo, terminé por darle el beneficio de la duda y dejar de pensar en la propia culpa. Después de tanto tiempo, ya no era tan desgraciado, que me parecía un hito y también a las personas que conocían la situación que había estado pasando; pero aquel punto de reconciliación o más bien de aceptación (resignación), no lo conseguí tan fácil. Fue cuestión de prueba y error, porque sí, necesité experimentar lo que era la vida, para darme cuenta de que había algo por lo qué moverme. Conocí tantas ciudades, buscando la esperanza perdida o un destello que se asemejara a lo que Anne me había hecho vivir y sentir; la busqué en cada rincón, en el aire y la lluvia; en los atardeceres y los amaneceres; en las estaciones que marcaban el paso del tiempo; la busqué en la música como quien busca el grial.
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Editado: 30.11.2024