Mariano.
Después de un pesado set, me fui a sentar, el sudor me recorría la frente y la sien, el sol intenso me quemaba la piel, cerré los ojos y miré hacia el cielo, no lograba concentrarme en nada más que no fuera la boda de César Mendoza.
Era imposible que ella no asistiera a la boda de su hermano, aunque intenté no pensar en eso, era inevitable: tuvimos una aventura y desapareció, se fue como si nada a vivir su vida perfecta en Londres, sin mirar atrás, sin una llamada, o un mensaje, hice corajes, lo admito, pero fue lo mejor, yo no hacía nada con una chiquilla de veinte años enredados entre sabanas todo el día.
Por eso nunca la busqué, no podía hacerlo, yo era un hombre hecho, con asuntos de gente grande que atender, con problemas reales, no podía andar como un adolescente enamorado recorriendo el mundo para buscarla, aunque desesperado, algunas noches estuve a punto de subirme a un avión e ir por ella.
Tampoco quise investigarla, averiguar sobre ella, o volver a pensarla. No quería ni recordar su nombre, pero los Mendoza eran objetivo para mi familia, así que no era raro tener que saber todo sobre ellos, eso la incluía si ponía un pie en la isla.
Se acercó Daga.
—Señor, llegó —dijo.
Aspiré aire y abrí los ojos, relamí mis labios, intenté ignorar la velocidad con la que mi corazón comenzó a latir, ella estaba en la isla, ella estaba en la misma ciudad que yo, como hacía años.
—Bien, ¿a qué hora aterrizó el vuelo?
—A las 11:00 am. No viene sola.
Miré a Daga a los ojos, debía tener veinticinco años, me parecía joven para casarse y hacer una familia, nunca me enteré de que se casara, se habría casado en la isla, en la misma iglesia dónde la bautizaron, era una familia muy conservadora.
—¿Con quién vino?
—Un hombre y un niño.
Sentí una punzada en el pecho, tragué saliva con dificultad, ya la había olvidado, pensé, y pensar que estuviera casada y con un hijo me sacudió; sin embargo, no pensaría demasiado en eso, no en ese momento, tenía la capacidad de elegir en que concentrarme y ese asunto debía ser desplazado de mi mente a como diera lugar.
Afirmé con la cabeza.
—Entiendo.
—El niño debe tener como tres años, el hombre es rubio, definitivamente son pareja, puedo investigar.
—No, déjalo. Gracias por avisar, todos los pájaros están en el nido, entonces, es lo que necesitábamos saber.
Yago se acercó echándose una botella de agua sobre la cabeza, me aparté cuando el agua me salpicó.
—¿Otro set?
—No, estoy listo, hay trabajo que hacer.
—Se supone que haces esto para relajarte, y te comportas como un salvaje que lucha por el campeonato mundial, solo fue un par de punto.
—No es por eso, ya llegó la que faltaba: la hermana de César.
Yago sonrió y se secó con una toalla. Se quedó mirándome.
—La excusa era que no harían venir a la chica para firmar unos documentos, ¿No?, la chica está aquí, no perdamos tiempo.
—Por eso dije, iré a trabajar.
Caminé hacia las duchas, quería dejar ahí ese pensamiento nostálgico que quería apoderarse de mí por la presencia de ella, me mantenía alterado su mera existencia, la iba a ver y eso sería inevitable, no podía dejar ver que me afectaba, tenía que ser asunto olvidado.
Recordé las veces que estuvimos juntos bajo el agua, en la piscina, el jacuzzi, bajo la ducha, la forma como sus ojos brillaban y sus labios se mantenían siempre sonrientes, podía oler su aliento todo el día, cálido y con ese olor dulce a manzana y fresa que me hipnotizaba.
Su cabello lacio rubio cayendo sobre mí, batiéndose en el viento, la suavidad de su piel, Natalia era una mujer hermosa, a sus veinte años era una flor exquisita de la que me costaba apartarme, ella también luchaba por separarse de mí cuando no podíamos estar juntos, el único sentido del día era saber que iba a volver a verla.
«Basta, Mariano, eso está en el pasado», pensé molesto por haber vuelto a traerla a mi mente con ese sentido romántico con el que nos relacionamos antes, era imposible que volviera a pasar algo entre los dos.
Al salir del club fui a la oficina a arreglar los asuntos que nos esperaban con los Mendoza, la eterna revalidad se había convertido en una alianza forzada y tensa: los necesitábamos, ellos nos necesitaban, aunque por orgullo jamás lo reconocerían.
Estaban orgullosos de su origen, de su apellido, siempre fueron de clase alta, gente acomodada, influyente y con poder político, mi familia, en cambio, consiguió todo con esfuerzo, la riqueza de la que disfrutábamos la forjamos nosotros mismos, mi padre nació pobre, nosotros nos convertimos en millonarios, nos despreciaban por ello.