La asistente de César me entregó el sobre que debía llevar a papá y le agradecí, lamenté no poder ver a mi hermano en su oficina como el alcalde de la ciudad, pero entendía que estaba muy ocupado.
—Gracias, adiós.
—No, espere, falta el sobre para la señorita Adela.
—¡Oh! Espero entonces.
—Puede esperar sentada en el sofá de la recepción interna.
Iggy se abrazó a mí recostando la cabeza de mis piernas.
—¿Cuándo nos vamos a dónde el abuelo? Me dijo que me iba a llevar a cortar el cabello.
—No te vas a cortar el cabello, Iggy.
—Pero él dice que lo tengo largo.
—Tu mamá soy yo, soy quien decide esas cosas.
—No es un corte de hombre —se quejó, se cruzó de brazos, hizo puchero, y yo rodé los ojos, bastó una semana con el abuelo para que ya le metiera sus ideas absurdas en la cabeza.
—Pues qué bueno, porque no eres un hombre, eres un niño.
Rodó los ojos, no podía creer lo insolente que se ponía mi educado hijo bajo la influencia de mi padre.
Me senté con él en la lujosa recepción, el sofá era de cuero y brillaba. Jugué con el cabello de Iggy, pensé que después de todo si le hacía falta un corte de cabello, sonreí para mí, era una cuestión de poder, mi padre no podía ganar.
—Voy a escribirle a Gael, para que busque con calma lo que sea que esté buscando en el centro comercial, tu tío quiere que le lleve un sobre a Adela también.
Se abrieron las puertas y entraron varios hombres trajeados, uno en particular se quedó de pie frente a mi, sentí frío en el estómago, alcé la vista, era él, el corazón se me desbocó, me quedé mirando sus ojos oscuros, él se quedó mirándome a los ojos sin pestañear, me temblaban las manos así como el cuerpo, ni siquiera pensé en la inconveniencia de que Iggy estuviera a mi lado y él lo viera, estaba conmocionada.
No lo amo, solía decirme a mí misma, no podía haberme enamorado de él en unos pocos meses; sin embargo, su mirada me atravesaba el cuerpo, hacía que todo se detuviera y quisiera salir corriendo, se me olvidaba quién era o a dónde iba, solo existían sus ojos, su mirada y su presencia.
—Mami, ese señor está pintado —dijo Iggy, fue entonces cuando me atreví a romper el contacto visual, me giré a ver a mi hijo, lo señalaba con la mano, reaccioné bajándosela de un manotazo.
—¿Por qué haces eso? Es de mala educación.
—¿Son tatuajes?
Afirmé.
Tragué saliva con dificultad, sentía su presencia, podía sentir que seguía mirándome, sin embargo, yo no podía mover un músculo. Iggy se volvió a cruzar de brazos y se le quedó mirando de forma fija a Mariano, a su padre.
Me volví loca, temí decirlo en voz alta, apreté los labios y me concentré en mirar a Iggy.
—¡Buenas tardes! —dijo, su voz me golpeó el pecho, los sentimientos y los recuerdos se acumularon juntos en mi mente de golpe, mis ojos comenzaron a arder, las lágrimas querían acumularse en mis ojos, y sentí un nudo en la garganta, no podía levantar la mirada, iba a llorar.
—Buenas tardes —respondió Iggy —, mamá, contesta, no responder, es de mala educación.
Se vengaba de mi regaño el pequeño.
Junté valor y alcé la vista, relamí mis labios.
—Buenas tardes —dije con la voz temblorosa, sentí vergüenza por ello, más no podía controlar mi voz, ni mi cuerpo. Haberlo visto en la fiesta habría sido mejor, me lo esperaba, pero verlo de sorpresa me ha tomado con la guardia abajo.
Ladeó la cabeza, le echó una mirada fugaz a Iggy y volvió a verme.
—Natalia, ha pasado mucho tiempo, ¿Cómo estás?
—Bien —dije casi susurrando.
—¿Es tuyo? —preguntó mirando a Iggy.
Mi boca estaba seca, asentí.
—Mío.
—Así que te casaste.
—No, la verdad no.
—¡Vaya! Natalia Mendoza Celli viviendo en pecado.
—¡Por favor! —supliqué.
Iggy me tomó del brazo.
—¿Por qué vives en pecado, mami?
—No habla de mí —dije tensa mirando a Mariano.
—Pero tú te llamas Natalia.
Mariano avanzó un par de pasos, los hombres que lo custodiaban hicieron lo mismo, miró a Iggy.
—Lo siento, pequeño, no hablaba de tu mamá, fue un juego de palabras, cosas de adultos.
Iggy lo miraba con fascinación, se quedaba viendo con fijeza el tatuaje de su cuello y de su mano. Mariano se dio cuenta y le sonrió honesto.