Danza de secretos

Capítulo 9: Recuerdos de ella

Mariano.

Mi pulso estaba alterado, cuando entró al ascensor, me levanté y la seguí, no me importaba esa reunión con los concejales y magistrados del estado, quería respuestas, y no habría sabido qué las necesitaba tanto si no la veía; ver sus ojos mirándome encendió en mí el mismo deseo que sentía por ella cuando nos conocimos, seguía siendo delgada, frágil, femenina, etérea, intocable y fue tan mía.

Tragué saliva y apreté los botones del ascensor con frenesí, exigí a mis escoltas no seguirme, nadie podía hacerme daño como me lo hacía ella, y era el daño que disfrutaba recibir: su fingida indiferencia.

Estaba preciosa, hermosa como siempre fue.

Su hijo es inteligente, pensé, apenas reparé en él, no podía dejar de ver a su madre batir su cabello rubio como seda, no podía dejar de ver sus labios rosados y llenos que tanto profané.

El olor que dejó tras de sí me removió cinco años de recuerdos enterrados en camas ajenas.

Llevaba tomado de la mano al pequeño, caminaba con prisa, con un paso nervioso, se subió a un Audi negro y la vi besando en la mejilla a un rubio, se subieron los vidrios, ese debía de ser su marido, el padre de su hijo.

Debía estar muy enamorada de él, pensaba, para que los Mendoza no hicieran que se casara por la iglesia después de tener a su hijo o antes, gente tan conservadora y apegada a las normas sociales no habrían permitido jamás que su hija favorita y consentida se convirtiera en una madre soltera, en una concubina, debía amarlo demasiado.

Esa forma en la que me miró no fue indiferente, fue intensa.

Regresé a la reunión que tenía con su hermano, una dónde solo perdí el tiempo, mi mente esperaba el momento de poder sacar el teléfono y buscar fotos suyas, no me importaba sentir que había caído bajo, la deseaba como antes, me importaba como siempre, mi corderito.

Fantaseé con poner mi dedo sobre sus labios y hacer que abriera la boca para mí.

Escuché mi nombre.

—¿Lo tienes o lo puedes conseguir?

Miré a César confundido.

—¿Qué si tienes esos permisos? Sin el permiso de bomberos no te darán la licencia para operar.

Tragué saliva y asentí, no sabía de qué me hablaba, detesté quedar balbuceando y como tonto en una reunión de negocios, Natalia Mendoza era veneno para mí, no podía tenerla cerca, me alteraba y me hacía perder mi norte, no podía permitirlo porque ella estaba en pareja y con hijo, y mis negocios con su familia se fortalecían cada vez más, un error y podíamos perder lo logrado.

—Los tengo, no hay problema —respondí, César se quedó viéndome y asintió en mi dirección, preguntando si todo estaba bien, asentí con la cabeza de vuelta para tranquilizarlo.

«Esta vez es diferente», me dije, pero también me dije que no, que parecía como siempre, así me miró ella, mi cuerpo reaccionó como antes, como si no hubiese dejado de verla nunca.

Detesté la idea de imaginarla con él, que fuera de otro, a ese otro que le dio un hijo. Ese hijo debió dármelo a mí, ella era mía, y lo suyo debía de ser mío, pensaba ya fuera de control.

Se terminó la reunión y me preparaba para salir cuando César se acercó, me detuve incómodo esperando que no quisiera extender la charla.

—Sé que vamos lento, pero este es el camino correcto, Mariano, entenderás que mi familia no puede estar relacionada con negocios de dudosa moralidad.

Quise rodar los ojos, hice una mueca con la boca que con seguridad reveló mi desagrado ante sus palabras.

—No me quejo, si algo soy es paciente, César, deberías saberlo —dije, y me di media vuelta, no tenía estómago para hablar con él cuando lo que quería era ver las fotos de Natalia durante los últimos cinco años que no la vi por orgulloso.

Se veía tan bella que me arrepentí de no haberme subido a un avión para ir a buscarla, por ella habría perdido mi dignidad.

«Mira qué bajo caes por una mujer, Mariano Capdevila», me juzgué incómodo.

Lo peor de todo fue que las relaciones entre su familia y la mía se mejoraron, todo pudo ser diferente.

—¿A dónde, señor? —preguntó el chofer.

—A la Octava —respondí, allí estaba ubicado el primer casino que abrimos; me quité las gafas oscuras y me concentré en ver sus fotos en el teléfono, había pocas, muy pocas. Tenía una escuela de danza contemporánea, pero bailaba para una compañía de prestigio: logró sus sueños.

En mi cabeza navegaba ese recuerdo, eso era lo que más le preocupaba, era el único que temía perder.

—Abajo tengo el rústico, vamos a la playa —dije un día cuando aún estábamos en la cama, ella seguía envuelta entre sabanas mirándome de forma fija mientras yo me vestía.

Me miró con sus ojos hermosos, sonrió y se mordió los labios.




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