Danza de secretos

Capítulo 11: Reproches

Jugaba con el anillo que una vez dejó en mi oficina, era tan pequeño justo para sus dedos delgados y frágiles.

Tocaron a la puerta, tomé aire y me acomodé en el asiento, grité un adelante mientras guardaba el anillo en un cajón, entró Hansen con su típico aire de misterio envuelto en su ropa oscura, me sonrió y se sentó frente a mí ladeando la cabeza, mirándome con sus ojos pequeños a través de sus gafas.

—Me dirás para qué soy bueno.

—La hermana de César, Natalia.

—Sí, la menor de ellos, ¿qué con ella?

—Necesito saber todo, dónde vive en Londres, con quién, quién es el marido, a qué escuela va su hijo, cuál es su rutina, quienes son sus amigos, de qué vive, qué pone en su declaración de impuestos, todo.

—¿Sospecha de alguna jugada que quieran hacer los Mendoza?

—Me gusta trabajar contigo porque no haces preguntas, mantengámoslo así.

—¿Algo más?

—Quiero saber sus secretos, los del marido, si él tiene algo escandaloso, que no quiere que se sepa, necesito esa información, y que los vigiles, quiero poder saber en todo momento dónde está ella.

Asintió, se levantó de la silla, se disponía a salir, se dio media vuelta y me miró a los ojos.

—Debes andar con cuidado, el tema de los Mendoza no termina de cerrarse y hay dolientes.

—Lo sé. Después de la famosa boda, todo volverá a su cauce.

—Estoy seguro de que así será.

Sabía que debía haber presionado más a César, pero quise darle su espacio porque ella no debe estar enterada de nada: «los Mendoza le pertenecen a los Capdevila», César y su padre hicieron movimientos arriesgados y ahora no valen nada sin mí, sin Yago, jamás habría puesto mi pellejo en el asador por ellos, pero Yago insistió, es el mayor, le debía respeto.

Gente muy peligrosa estaba involucrada y la única persona que los mantenía a raya era yo, César tenía tanto que perder.

Sonreí solo al recordar al hijo de Natalia, era un chico muy inteligente y avispado, parecía muy interesado en mis tatuajes, fue inevitable pensar en qué habría pasado si las cosas hubiesen sido diferente y ella se hubiese quedado, habríamos tenido hijos, ese sería mi hijo, tal como era: igual a ella.

Tocaron a la puerta, se abrió, era Daga, cerró la puerta tras de sí, se apresuró a caminar hasta quedar frente mi.

—Lo buscan.

Alcé una ceja.

—Se supone que adivine.

—Es la señorita Natalia Mendoza.

Me costó contener la sonrisa que se quiso dibujar en mi rostro, y que quise reprimir delante de Daga, moví la cabeza afirmativamente.

—Qué pase.

Aspiré aire y de forma instintiva me pasé la mano por el cabello, me levanté de la silla y me recargué de la parte frontal del escritorio, con las manos aferradas a la madera, esperando verla cruzar la puerta, sabía que me buscaría de nuevo, pensé, mi pulso se comenzó a acelerar.

La puerta se abrió, vi su mano sostener la puerta, entró con la cabeza gacha, tímida, cerró detrás de sí, me incorporé y la repasé de arriba abajo con la mirada, se veía tan hermosa como antes, no había cambiado nada, sus ojos se posaron en los míos y caminó así abrazada a ella misma hasta quedar frente a mí, más bien lejos.

—Natalia, bienvenida de nuevo.

Hizo una mueca con la boca.

—Necesitaba hablarte.

—Me debes una explicación.

La tensión podía tocarla con la mano y sentirla, su pecho también bajaba y subía, sus ojos bailaban inquietos sobre mi rostro.

—Siéntate —susurré, quería abrazarla y volver a sentirla en mis brazos, aspirar el olor de su cabello.

Se relamió los labios, meneó la cabeza con un gesto negativo.

—No debería durar mucho aquí.

—Supongo que te cuidaste de no ser vista, aunque ahora nuestras familias son aliadas.

Sonrió con precariedad, negó.

—¿Aliadas? ¡Vaya! Sí que han cambiado las cosas —dijo con tono nostálgico.

—¿No pensabas despedirte?

—No, no iba a poder hacerlo, lo sabes, además siempre decías que yo no era más que un capricho que podías darte ¿Para qué querías que me despidiera?

Ladeé la cabeza, tenía razón, eso le decía para desencantarla, para desencantarme yo, para que no hubiera posibilidades en nuestras mentes la idea de estar juntos en serio.

—Estás aquí, supongo que quieres hablar del pasado.

—Sí, más o menos, pero me gustaría saber por qué ahora mi familia y tú y tus hermanos son amigos de mi familia, ¿por qué están invitados a la boda de César?

—Debiste preguntarle eso a tu hermano, es el novio, además no confundas las cosas, no somos amigos, es solo negocios.

Afirmó, se volvió a morder los labios, sus labios temblaban, tuve el impulso de querer abrazarla, de preguntarle si quería que apagara el aire acondicionado, apreté los puños para contener las ganas.




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