Estoy sufriendo, mi cielo, padezco cada minuto de tu ausencia. Regresa conmigo.
Esa era la petición que mi mente repetía una una y otra vez; pero aquellas palabras no eran mías. Las pronunciaba una voz masculina, profunda, que resonaba dentro de mi cabeza como un eco cada vez más lejano.
El sonido me taladró el cráneo. Sentí un dolor tan punzante que abrí los ojos de golpe, dejando escapar un gemido de sorpresa. Al subir los párpados, una luz blanquecina me cegó. Mis ojos ardían. Mi nariz captó un olor aséptico: una mezcla de fármacos y ambientador industrial.
¿Qué hago aquí?, me pregunté. ¿Qué lugar es este?
Hice un esfuerzo sobrehumano por rescatar apenas un fragmento de mi pasado, pero no pude. No había nadie a quien preguntar; estaba sola en aquella habitación.
Intenté incorporarme, pero me detuve en seco al ver algo que capturó toda mi atención: mi vientre estaba abultado. ¿Acaso había un bebé allí dentro? La idea era casi imposible de digerir. Unas imágenes inconexas volvieron a mi mente, confusas y borrosas: yo hablando con un hombre que decía amarme, que me pedía volver a casa... y luego, una explosión.
Por más que intentaba asociar aquella voz con un rostro, era incapaz de lograrlo. La ansiedad comenzó a trepar por mi pecho al darme cuenta de que ni siquiera recordaba mi propio nombre.
De pronto, escuché voces masculinas acercándose. Levanté la mirada hacia la puerta justo cuando se abría. Entonces lo vi: un hombre rubio e imponente, acompañado de otro mayor y canoso. El primero abrió los ojos con una sorpresa tal, que parecía haber visto a un fantasma.
—Hola —pronunció el médico con un tono profesional pero carismático—. Como era de esperarse, ya has despertado.
—Por fin... —dijo el hombre rubio. Su voz estaba cargada de emoción, una mezcla de orgullo y alivio. Sus ojos comenzaron a humedecerse—. Has despertado, cariño.
—¿Quién es usted? —pregunté con el corazón acelerado. ¿Quién era ese hombre que me observaba con tanto anhelo?
—Tu nombre es Daphne —declaró él con firmeza—. Daphne Osmansoglu. Y yo soy Dmitri, tu esposo.
—No puedo recordar nada —confesé aterrorizada—. No hay nada en mi mente.
—Tranquila, tranquila.
El hombre se acercó e intentó sentarse a mi lado, pero reaccioné por instinto, apartándome de él, asustada.
—Sufrió una contusión severa en la cabeza —reveló el doctor—. La amnesia es común en pacientes que han pasado por esto. Puede ser temporal o permanente.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. La frustración me invadió; forzaba mi mente buscando recuerdos y lo único que conseguía era intensificar el dolor físico. No saber quién era me provocaba un terror paralizante.
—Daphne —dijo el hombre, intentando tocar mi mano—. Tuvimos un accidente de auto hace seis meses. Estuviste luchando por tu vida y apenas hace veinticuatro horas saliste del coma.
—¿Y tú qué eres? ¿Eres mi familia? —pregunté con desconfianza.
—Soy tu esposo, Daphne. Tu esposo.
—¿Mi esposo?
—Sí. Cuando ocurrió el accidente estabas embarazada, apenas tenías unas semanas. Es un milagro que el bebé esté bien.
—¿Este hijo es tuyo?
—Es nuestro, amor. Es una niña —sonrió mientras intentaba acariciar mi vientre—. Nuestra hija, Daphne.
Aunque no recordaba nada, una calidez extraña creció en mi pecho. Era como si mi cuerpo tuviera memoria propia, como si supiera que ese embarazo había sido deseado, aunque mi mente estuviera en blanco. Dmitri me dedicó una sonrisa gentil, pero yo no supe cómo reaccionar.
Miles de preguntas se agolpaban en mi interior, pero la que más ruido hacía era la más básica: ¿quién era yo verdaderamente? Me sentía como una vasija vacía, sin consciencia. Había un hombre que afirmaba que éramos uno solo, pero yo no podía reconocerlo, ni siquiera compartiendo el milagro de una hija que estaba por nacer.
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